Abstract
Español
Este trabajo pretende indagar sobre la dimensión política de la teología de José Míguez Bonino. Como uno de los referentes protestantes de la teología de la liberación en América Latina, el trabajo de Bonino representa una profundización de este paradigma teológico, pero desde un anclaje singular, que resignifica críticamente varios de sus presupuestos epistémicos y metodológicos. Analizaremos dicha singularidad desde lo que denominamos como una “teología de lo público” de Bonino, a partir de su desarrollo sobre diversas temáticas dentro del campo político y la identificación de una epistemología teológica crítica que amplía la dimensión política del método en las teologías latinoamericanas.
Português do Brasil
Este trabalho tem por objetivo investigar a dimensão política da teologia do José Míguez Bonino. Como uma das referencias protestantes da teologia da libertação na América Latina, o trabalho do Bonino representa um aprofundamento desse paradigma teológico, mas a partir de uma âncora singular, que resignifica criticamente vários dos seus pressupostos epistêmicos e metodológicos. Analisaremos essa singularidade a partir do que chamamos de “teologia pública” de Bonino, com base no seu desenvolvimento de vários tópicos do campo político e na identificação de uma epistemologia teológica crítica que expande a dimensão política do método nas teologias latino-americanas.
Ethos político y deconstrucción posfundacional de la economía trinitaria:
Teología pública en José Míguez Bonino[1]
Por Nicolás Panotto[2]
Repetiré algo que muchos y muchas ya han dicho –y que seguramente también lo hacen en esta obra– el itinerario de José Míguez Bonino asombra en su profundidad, sensibilidad, interdisciplinariedad y originalidad. Este teólogo refleja en cada uno de sus escritos un manejo envidiable de fuentes y teorías de todo tipo, combinadas de maneras insospechadas. Pero he aquí un detalle que puede parecer de Perogrullo, pero no lo es: la teología es la médula, el principio y el fin de su trabajo. Con esto quiero decir que Míguez Bonino, más allá de abordar una diversidad de disciplinas, privilegiará la teología como su hilo conductor, a diferencia de muchos de sus colegas, cuyos trabajos, por momentos, cuestan ubicar en algún campo tras su nivel confuso de hibridez. Por todo esto, cualquier intento de analizar algún elemento particular de su pensamiento, tendrá que trazarse inevitablemente en el entrecruce de los más variados vericuetos teóricos.
En este caso, nos detendremos a reflexionar sobre lo que identificamos como teología pública (TP) en José Míguez Bonino. Por un lado, esta nominación remite a una corriente originada a mediados de los 1970s en Estados Unidos, de la mano de Reinhold Niebuhr, Martin Marty y Max L. Stackhouse.[3] Una de las primeras referencias es un artículo de Marty en 1974 donde desarrolló la “teología pública” en Reinhold Niebuhr. Su trasfondo responde a una crítica hacia el fundamentalismo evangélico norteamericano y la visión privatista de la vida religiosa norteamericana. Como lo sintetiza Stackhouse, “La teología pública une filosofía y ciencia, ética y análisis de la vida social, para encontrar qué tipo de fe mejora la vida […]”.[4]
Dicha propuesta surgió en medio de las discusiones entre las teologías políticas europeas y las teologías latinoamericanas. Particularmente, la teología pública es una rama que extiende el debate teológico a un campo más amplio con la ayuda de la teoría política, trabajando elementos en torno a la ética social, la democracia, el Estado, entre otros, vinculados al fenómeno religioso. Aunque la influencia de la teología de la liberación es innegable (más aun, varios reconocen esta última como una teología pública),[5] esta corriente profundiza el análisis tanto temático (considerando que las perspectivas teológicas latinoamericanas no abordan en profundidad los elementos antes mencionados) como epistemológico (las teologías públicas proponen un diálogo con un mayor abanico de marcos teóricos).[6]
En este trabajo no pretendemos hacer una relectura de la figura de Míguez Bonino desde esta corriente teológica específica sino, más bien, inspirarnos de su propuesta general, que implica un abordaje más amplio de lo político y lo público desde una perspectiva teológica. Además, preferimos utilizar dicha categorización para diferenciarnos de la teología política o la teología de la liberación como marcos específicos (más allá de que estas corrientes son parte del itinerario de Míguez Bonino, especialmente la segunda, de la cual es uno de sus principales representantes) y, como ya mencionamos, para inscribirnos en una serie de indagaciones vinculadas a una perspectiva analítica más abarcativa de lo político, del análisis del espacio social y de la militancia, como veremos a lo largo del estudio.
Para comenzar, necesitamos aclarar algunos conceptos. Primero: ¿qué es lo público? Muchas veces se comprende como el ámbito correspondiente al Estado-nación o a la institucionalidad política. Aunque estos elementos forman parte de él, aquí lo definiremos como el espacio socio-cultural-político-económico en donde una pluralidad de sujetos interaccionan en un constructivo disenso para lograr consensos parciales y transitorios sobre lo que se comprende y practica como “común”. ¿Qué implica esta definición? En primer lugar, que lo público no está restringido al lugar de ciertas instituciones sociales –sea el Estado o los partidos políticos– sino a la interacción entre una heterogeneidad de sujetos (individuales, grupales y colectivos) que habitan un espacio con ciertas fronteras socio-culturales medianamente definidas. Segundo, la mención de la interacción implica que lo público no representa una esencia dada no homogénea (como podría afirmar el neo-darwinismo social, corrientes funcional-estructuralistas, perspectivas fundacionalistas o ciertas teorías neoliberales, que naturalizan –por ejemplo– el mercado como un ente que de forma subrepticia condiciona todas las relaciones socio-económicas, culturales y políticas) sino que remite a una delimitación que es redefinida constantemente desde las prácticas siempre cambiantes de los sujetos en cuestión.
Más aún, lo político representa esta misma dinámica de constante resignificación del espacio social. Aquí es útil la distinción que propone Chantal Mouffe[7] entre lo político como aquella condición resignificante que vive todo espacio social, y la política como la construcción de formas institucionales que historizan de forma pasajera esas búsquedas, según las demandas y características de cierto momento histórico y marco social. En este sentido, la política (o sea, las instituciones) no son absolutas en sí mismas, sino que están atravesadas y condicionadas por lo político, en tanto construcción constante de lo identitario.
Tercero, y en conexión con el punto anterior, esta interacción no se da de manera mecánica sino en forma conflictiva, comprendiendo esta idea no en forma negativa sino en la “positividad” del hecho de que toda instancia social es siempre plural, y por ello todo consenso no puede imponerse, sino que se va construyendo permanentemente entre los diversos actores que constituyen dicho vínculo. Como propone Jacques Rancière,[8] la dinámica política siempre requiere inscribirse en un marco de desacuerdo inherente entre las partes, para que ella se mantenga en un movimiento de cuestionamiento y renegociación constantes. En otros términos, sin conflicto y sin desacuerdo no hay política.
Por último, lo público no sólo está compuesto por una pluralidad de sujetos en interacción, sino también por prácticas institucionales que son transitorias a la funcionalidad de las demandas de cada contexto específico. En este sentido, ningún proyecto político, ideología o forma de gobierno puede enarbolarse de forma absoluta; toda institucionalidad ha de ser siempre transitoria, en la medida que atienda a la demanda de los sujetos sociales.
Esta escueta definición de lo público presenta diversas preguntas, tanto a la filosofía como a la teología. ¿Cómo se entiende la noción de lo plural en la práctica política? ¿De qué manera encauza la comprensión de lo democrático? ¿Cómo se define el lugar de las diversas instituciones políticas? ¿Desde dónde se las cuestiona para que mantengan procesos de significación sin anquilosarse en lugares absolutos? ¿Quiénes son los sujetos de este espacio? ¿Qué lugar tiene el pueblo? Más aún, ¿cómo responder teológicamente a estos escenarios? ¿Cómo definir lo plural desde la persona divina? ¿Qué lugar tiene el/la creyente y la comunidad de fe en este contexto?
Creemos que José Míguez Bonino ofrece algunas pistas que nos ayudan a responder estas preguntas. En este sentido, las búsquedas de este escrito no pretenden centrarse sólo en lo elaborado por este teólogo sino también, desde allí, abrir puentes con nuestra situaciones actuales –en lo referido al papel público de la iglesia, la relación entre la religión y la política, a una lectura teológica de las dinámicas democráticas vigentes y el surgimiento de nuevos agentes e identidades políticas, entre muchos otros aspectos que podríamos mencionar, en diálogo con diversas teorías y voces contemporáneas. En resumen, buscar una teología pública en Míguez Bonino implicará indagar sobre aquellos elementos de su trabajo vinculados con el análisis de las formas en que la fe asume los desafíos presentes en el heterogéneo espacio público y los nuevos escenarios de incidencia política, los cuales se muestran cada vez más diversificados desde una pluralidad de nuevos sujetos sociales emergentes.
Hacia una crítica teológica posfundacional de la historia
La noción de posfundacionalismo representa el punto de partida de muchas de las reflexiones de la filosofía política hoy. Por ejemplo, Oliver Marchart, en un comentario sobre el pensamiento de algunos de los principales pensadores contemporáneos en esta corriente –tales como Alain Badiou, Ernesto Laclau, Jean-Luc Nancy y Claude Lefort– lo define de la siguiente manera: “Lo que está en juego entonces en el posfundacionalismo político no es la imposibilidad de cualquier fundamento, sino la imposibilidad de un fundamento último. Y es, precisamente, la ausencia de ese punto arquimediano lo que opera como condición de posibilidad de los siempre graduales, múltiples y relativamente autónomos actos de fundar”.[9] En otros términos, lo que cuestiona el posfundacionalismo es la esencialización y absolutización de cualquier estatus ontológico que fundamenta discursos, imaginarios, narrativas y prácticas, evidenciando la pluralidad y contingencia inherentes a cualquier segmentación discursiva, identitaria o socio-política.
En esta dirección, es interesante notar que en dos de sus obras más importantes sobre la temática que nos ocupa, Bonino encabeza su propuesta desde una crítica a lo que denomina pensamiento fundacional o metafísico que sustentan ciertos andamiajes teológicos. Por ejemplo, en La fe en busca de eficacia, la sección correspondiente a sus conclusiones propositivas comienza con un capítulo titulado “Hermenéutica, verdad y praxis” en donde cuestiona la determinación de la definición de “verdad” a enunciados abstractos, y a la deducción como camino para llegar a ella. En Christians and Marxists profundiza este abordaje, debatiendo la correspondencia entre formulaciones e ideas universales con el concepto de verdad, a lo que secunda la acción como una consecuencia. De aquí, Míguez Bonino planteará el problema que se origina cuando la teología y la definición de su objeto –el estudio de lo divino– parten de un conjunto de presupuestos abstractos y absolutos.
Por su parte, Míguez Bonino afirmará que la revelación y conocimiento de Dios no se depositan en proposiciones que se presentan absolutas y abstractas, tanto sobre su persona como sobre el propio conocimiento de lo divino por parte del ser humano. Esta deconstrucción de la comprensión del ontos divino trae consecuencias sobre la definición de su economía (intervención en la historia) y, por ende, de la misma historia y la manera en que el pueblo de Dios transita en ella. [10]
En el texto bíblico –afirmará Míguez Bonino–, el conocimiento de Dios parte de relaciones inter-humanas. Por ello, ética y doctrina siempre van juntas.[11] En línea con la teología de la liberación y la tradición marxista, se recupera la noción de praxis. Es en el actuar histórico de lo divino, impreso en la práctica de la fe comprometida con los males de la sociedad, donde Dios se da a conocer. Esto mismo lo podemos ver en los profetas, para quienes el hacer justicia significa conocer a Dios. En la dialéctica de la praxis, práctica y teoría van de la mano. No se pueden separar una de otra, ni afirmar que la primera es sólo “consecuencia” de la última. De aquí, entonces, la imposibilidad de encontrar una definición única y homogénea de Dios previa a la práctica histórica de la fe; ella, más bien, se va haciendo en su peregrinar. Por ello, obediencia (praxis) y definición/conocimiento de Dios son, para Míguez Bonino, una misma cosa. Lo explica de esta manera: “Obediencia no es una consecuencia de nuestro conocimiento de Dios, como si ésta última fuera una pre-condición: la obediencia está incluida en nuestro conocimiento de Dios. O, para decirlo más francamente: la obediencia es nuestro conocimiento de Dios”.[12]
Podríamos decir que este abordaje representa una relectura en clave hermenéutica del ontos divino (o sea, orientada hacia una definición del “ser” y no sólo del “hacer”) del conocido estamento de Gustavo Gutiérrez “la teología como reflexión crítica de la praxis”.[13] Aunque el abordaje del pensador argentino posee una vinculación con dicha corriente, su propuesta va más lejos, definiendo la historia de esa praxis no sólo como un escenario de la acción divina –reducida a ciertas instancias prefijadas (como a veces se entiende la idea de reino de Dios entre los liberacionistas) – sino como locus en cuyas dinámicas, particularidades, complejidades y heterogeneidades inherentes, Dios se manifiesta. De aquí, “…la palabra Dios no consiste en una comunicación conceptual sino en un evento creativo, en un pronunciamiento que se historiza y crea historia. Su verdad no reside en su correspondencia con una idea sino en su eficacia para llevar a cabo la promesa de Dios o para cumplir su juicio”.[14] Decimos que este abordaje es posfundacional (y hasta cierto punto posmetafísico, aunque el uso de ese término requeriría de una mejor explicación),[15] porque según Míguez Bonino la definición de Dios no deviene de una esencia suprahistórica que simplemente se contempla o provoca acciones o imágenes, sino que se construye, inevitablemente, desde las complejas dinámicas contingentes de las experiencias históricas. Al reconocer que conocemos y definimos lo divino desde allí, se advierte sobre lo relativo inherente a cualquier definición o imagen de Dios, como también sobre el peligro de absolutizar prácticas, moralinas o ideologías en pos de esa imagen, que en lo más profundo no es nada más que una construcción discursiva que responde a un contexto determinado.[16] De aquí la constante crítica de este pensador a la teología natural, la cual posee una fuerte presencia en la iglesia católica y, en cierta medida, en algunos grupos evangélicos.
Es por ello que encontramos en este teólogo, desde sus primeras obras hasta las más recientes, un minucioso trabajo en torno a lo que entiende como las paradojas presentes en el texto bíblico, reflejadas en las distinciones entre Yahvé y el Templo (Jeremías), Jesús y el sabático (Evangelios), la gracia y la ley (Pablo).[17] Tanto el Templo como el seguimiento irrestricto del sabático y la absolutización de la Ley representan instancias cercenantes de la acción de Dios y de la vivencia de la fe. Por el contrario, la manifestación de Yahvé, la vida de Jesús y la presencia de la Gracia reflejan la lucha de Dios contra sí mismo, o sea, contra los ídolos que se levantan como resultado de la errónea interpretación de su pueblo sobre su accionar histórico. Esto no sólo se vincula con las imágenes que surgen de Dios sino también con las prácticas, ideologías e instituciones que, en pos de representar lo divino, terminan absolutizándose a sí mismas, dejando fuera la dinámica intrínseca y constante de la economía divina (o sea, de los movimientos constantes y contingentes de lo divino en la historia). De aquí, Míguez Bonino es contundente al afirmar que nombrar a Dios significa “denunciar y condenar todas las nuevas idolatrías, todas las demandas de las ideologías y sistemas que pretenden ser perfectos y absolutos”.[18]
Hay quienes afirmarían que esta propuesta se apoya en una perspectiva inmanentista, tanto de la historia como de lo divino. Lejos de ello, se inscribe en una clara comprensión de lo trinitario, lo que le permite complejizar la idea de interrelación histórica. En este sentido, Míguez Bonino se adelanta a lo que sería el desarrollo de la teología trinitaria, tan en boga a partir de los 1980, sosteniendo lo que denomina la unión paulina entre “la trinidad económica” (lo que Dios hace) con la “inmanente” (lo que Dios es), en la misma dirección de lo que venimos trabajando en torno a la significación ontológica de lo divino en la historia.[19]
De aquí su crítica al reduccionismo cristológico tan común en el cristianismo, cuya visión deja de lado el lugar central de lo pneumatológico como instancia movilizadora y transformadora. Apela, más bien, a la necesidad de una teología que permita profundizar no sólo el sentido de la encarnación sino, especialmente, la dinámica histórica que se inscribe en la relacionalidad constituyente de lo divino, tanto hacia sí misma como con la historia y la humanidad. Como el Dice:
Solamente una teología completamente trinitaria puede dar significado a tal tipo de perspectiva de la encarnación, porque sólo tal teología puede respetar plenamente tanto la autonomía de la realidad y de la historia (lo que en lenguaje tradicional podríamos llamar “la distinción de las personas” de la Trinidad) y la normatividad dinámica de la Encarnación de la Palabra en Jesús de Nazaret, una vez y para siempre (“la unidad de la sustancia” para retener la expresión clásica).[20]
Aquí podemos destacar dos elementos centrales en la teología de este pensador. En primer lugar, la noción de Trinidad conlleva que el amor es ontológicamente final.[21] Por ello, el sentido de poder no deviene en una “potentia absoluta encerrada en sí misma” sino en el “amor compartido” entre el Padre, el Hijo y el Espíritu. En segundo lugar, y en unión a este último punto, dicho argumento, como ya mencionamos, servirá para contrarrestar la teología natural, que subsume la persona divina y la historia a una serie de leyes preexistentes, así como también para resignificar ciertos elementos de lo político (tal como la noción de poder).
La comprensión trinitaria de la economía divina resalta ciertas características centrales, como la relacionalidad, la entrega solidaria y la noción de proceso o movimiento (interacción). Entender la historia desde la Trinidad, entonces, significa hacerlo desde esas mismas caracterizaciones: ella no es un objeto escencializado por leyes predeterminadas, sino que se rige desde la dinámica constitutiva de las relaciones, en los movimientos constantes que se gestan en las interacciones (entre personas, grupos, instituciones, objetos, ideas, etc.) y en los procesos resultantes entre estos elementos.
Este abordaje posfundacional de la noción de lo divino es central para identificar el pensamiento político de Míguez Bonino, por varios elementos que profundizaremos más adelante. Pero por el momento podríamos resaltar dos aspectos centrales para comprender el resto de los puntos que trabajaremos. En primer lugar, la correspondencia histórica de la definición de lo divino. El autor deja claro que existe una vinculación directa entre la nominación de Dios y las contingencias históricas. Pero esta correspondencia implica que ninguna imagen de lo divino puede absolutizarse, justamente porque se inscribe en lo relativo de la historia. Aplicado al campo de lo político, tampoco puede hacerse una relación directa entre una forma, institución o ideología particulares y lo divino.
Esto nos lleva al segundo elemento: la economía trinitaria de lo divino nos invita a pensar la historia como un espacio definido desde los procesos constantes de cambio y resignificación que se imprimen en las interacciones que la componen, y no desde un marco determinado por fronteras y límites naturalizados o metafísicos. En este sentido, y en sintonía con la teología de la liberación, Míguez Bonino cuestiona la existencia de “dos historias”, una profana/terrenal y otra supranatural/divina. Más aún, este teólogo entiende que desde dicha dinámica, la historia posee un intrínseco carácter político, en el sentido de que la revelación divina se da en un pueblo y para todos los pueblos, con quienes asume una “soberanía conflictiva”.[22] Volviendo a la definición inicial de lo público, podemos ver que desde esta dinámica teológica inscripta en lo histórico se juega lo político; o sea, no se asume como la encarnación de un programa o forma particular, sino como la apertura de un espacio de redefinición constante del sentido.
Esto recuerda a lo propuesto por Franz Hinkelammert, quien habla de la necesidad de abrir un espacio teológico que refleje la imposibilidad de toda opción socio-política concreta, con la intención de evidenciar tanto la fragilidad del status quo como también la contingencia identitaria de cualquier tipo de resistencia emancipatoria. La presencia divina en la historia dispone un vacío ontológico (o sea, una apertura constante del fundamento mismo de lo existente) y abre la espacialidad necesaria para el desarrollo de la libertad. Esto es lo que Hinkelammert denomina imaginación trascendental, como aquella condición que permite imaginar y vivir la realidad más allá de cualquier tipo de segmentación e identificación, habilitando la constitución y resignifiación constante de nuevas vivencias y prácticas socio-políticas.[23]
En resumen, para Míguez Bonino, la politicidad de la historia deviene de la dinámica que le imprime la propia economía trinitaria de lo divino, la cual provoca su movimiento y resignificación constantes, y también la construcción de diversas maneras de intervenir en ella. Así como vimos en las palabras de Marchart, esta resignificación del sentido de la historia permite, por un lado, que su significado no sea determinado por una mirada o verdad particular que pretenda ser absoluta, y por otro, la construcción de un espacio plural de acciones e intervenciones concretas.
Teología pública posfundacional
Partiendo de la deconstrucción posfundacional en torno al estatus ontológico de la historia desde la economía trinitaria propuesta por Míguez Bonino, analicemos a continuación algunas de las implicancias socio-políticas concretas de este abordaje. En su libro Towards a Christian Political Ethics, este teólogo define la política como “todas las relaciones que hacen a la vida de una sociedad particular”.[24] Esta enunciación proviene de lo que él entiende como la “politización” de la modernidad, donde “todas las decisiones llegan a ser políticas”, en relación al lugar de sujeto que asumen el hombre y la mujer (lo que algunos/as denominan el “antropocentrismo ilustrado”). Ello significa, en otros términos, la omnipresencia de la política.
Esto le lleva a remarcar una distinción entre sociedad política (Estado) y sociedad civil (vida asociativa de una nación), donde la primera está subsumida a la segunda, lo cual implica que más allá del lugar e institucionalidad intrínsecos al Estado, su rol principal es dinamizar el propio espacio civil. “Esto no significa que el Estado ‘absorba’ a la sociedad civil, sino que provea el espacio y las condiciones de desarrollo y de protagonismo (participación) de la sociedad civil en sus distintas formas –de asociación, creación y producción social, económica, cultural y religiosa”.[25] Esta visión se conecta con lo que vimos anteriormente con respecto a que toda institucionalidad –en tanto forma específica de práctica de lo político– no debe absolutizarse ni representar una frontera infranqueable al movimiento de la historia y su pueblo, en tanto sujeto que redefine contantemente su estatus identitario, y con ello las mediaciones institucionales que circunscriben su acción histórica.
Esto también lo vemos en su definición de democracia, la cual llama la atención por su cercanía con algunas teorías contemporáneas de corte posestructuralista. Míguez Bonino critica la llamada concepción liberal, en cuya práctica (entendida esencialmente desde el ejercicio electoral y la actuación partidaria) se ven representados sólo ciertos grupos sociales –los que aplican a la categoría de “ciudadano/a”, excluyendo las mayorías que no tienen parte. De aquí la necesidad de ver la democracia como proceso, o sea, desde una comprensión pluri-dimensional, donde se tienen en cuenta tanto el nivel simbólico-expresivo como el instrumental.[26] Más aún, Míguez Bonino habla de la democracia como un símbolo truncado, donde la evidencia de las grandes limitaciones que demuestran las mismas democracias liberales, resalta la debilidad de los modelos vigentes en ellas y empuja, finalmente, a la práctica de la misma democracia, desde la necesidad de crear nuevas expresiones y prácticas. De aquí que invita a pensar este sistema político como un “utopismo realista”, que “se rehúsa a aceptar todo límite prefijado, en una actitud que constantemente puja dichas condiciones”.[27]
Como dijimos, este abordaje encuentra muchos ecos en la filosofía política contemporánea. Por ejemplo, Claude Lefort afirma que la democracia es un lugar vacío.[28] ¿Qué quiere decir con esto? Que no existe un fundamento último para su ejercicio. En la antigüedad, el poder se entendía como un objeto poseído por un gobernante. Pero el concepto de pueblo soberano construido en la modernidad, llevó a una comprensión circulante del poder, donde éste está más allá y más acá del pueblo. La misma práctica electoral lo evidencia: el poder se delega. Lo que se debe enfatizar es más bien la dinámica y no los actores específicos: ni los gobernantes ni el pueblo –ambas categorías de por sí heterogéneas– poseen un poder absoluto, sino que éste circula y toma distintos tipos de formas e identidades. Por ello, concluye Lefort, el poder es vacío.
Esto invita a la construcción de una democracia radical, la cual se entiende no desde un modelo específico a asumir sino como una dimensión fundamental constitutiva de cualquier grupo social, que habilita el desarrollo de todo tipo de particularidades, y con ello la pluralización de prácticas políticas. Como explican Chantal Mouffe y Ernesto Laclau, la radicalidad de la democracia reside en la imposibilidad de reducir las posiciones de sujeto a un principio positivo y unitario fundante. Por ende, la democracia tiene directa relación con la apertura de un espacio plural. “El pluralismo es radical solamente en la medida en que cada uno de los términos de esa pluralidad de identidades encuentra en sí mismo el principio de su propia validez, sin que esta deba ser buscada en un fundamento positivo trascendente –o subyacente– que establecería la jerarquía o el sentido de todos ellos, y que sería la fuente y garantía de su legitimidad”.[29]
La comprensión de estos tres elementos (Estado, sociedad civil y democracia) refleja la tensión entre los dos polos que denominamos anteriormente como lo político y la política, o sea, entre el proceso de construcción identitaria del grupo social y las formas institucionales que la historizan. Esto recuerda a una famosa discusión entre la teología de la liberación y la teología política europea.[30] La segunda cuestionaba a la primera el encapsular la praxis política a un solo modelo (el marxismo), atribuyéndole un lugar desmedido en tanto mediación histórica (y el correlato teológico resultante, que esgrimía la implantación histórica del reino de Dios hoy). La teología política no rechazaba la praxis concreta, aunque sí llamaba a mantener la historia abierta a la intervención de Dios, desde una teología escatológica.[31] Por su parte, la teología de la liberación cuestionaba a sus colegas europeos de promover una visión burguesa de la realidad, desconociendo las urgencias propias del contexto latinoamericano, que llamaban a una apremiante toma de posición y acción.
Míguez Bonino también formó parte de esta discusión, especialmente con el teólogo alemán Jürguen Moltmann.[32] El argentino da lugar a las críticas no sólo hacia la teología de la liberación, sino a cierto marxismo ortodoxo y fundamentalista (por ello afirmará que tanto el materialismo como el idealismo pueden caer en el mismo error tras esgrimirse como sistemas únicos). De todas maneras, la preocupación de Míguez Bonino se deposita en cómo crear mediaciones concretas para la acción política, cuestión que no ve muy clara en su colega alemán. Por ello, más allá del peligro de absolutizar un tipo de práctica, es necesario reflexionar en torno a un ethos.
Es aquí donde surge el concepto de proyecto histórico, como instancia ubicada entre la utopía y la técnica, o sea, como una particularidad que no pretende cancelar la dinámica escatológica de la historia, pero que se inscribe en ella desde una concreción precisa, asumiendo la contingencia propia del movimiento abierto de la realidad en la economía divina. “Si bien todavía existe una gran flexibilidad en cuanto a los detalles en relación a la definición del modelo a seguir y en la determinación de los medios técnicos para lograrlo, el proyecto histórico es lo suficientemente concreto para proporcionar una guía para la acción y para provocar el compromiso”.[33]
Los proyectos históricos son, para Míguez Bonino, instancias concretas de intervención en la realidad, pero inscriptas en una comprensión de lo social, lo antropológico y lo histórico cuya funcionalidad responde a la transformación constante del contexto y, en especial, a la solidaridad con el prójimo. Son conscientes de la dinámica escatológica que los atraviesa, pero no dudan en responder plenamente –y con la radicalidad necesaria– a las problemáticas que el contexto evidencia. Este autor traerá varias imágenes teológicas a la escena para evidenciar este elemento. Por ejemplo, apelando a la tradición profética, Miguez Bonino hablará de la paz como resultante del establecimiento de la justicia en medio de las tensiones de la historia. Esto lo denomina hermenéutica entre el orden y la justicia.
Aquí un aspecto central (y nuevamente innovador) de la teología pública de Míguez Bonino: el lugar del otro. ¿Por qué innovador? Porque, a diferencia de otros abordajes, este teólogo, como dijimos, realiza un giro de interpretación ontológica en su lectura de la alteridad constituyente del campo social, tal como lo hacen algunas corrientes de filosofía contemporánea.[34] Esta idea –afirma– es inherente a la fe. “La autocrítica de la praxis creyente proviene de la libertad inherente a la fe y el hecho de que el criterio de evaluación es la existencia del prójimo”.[35] En este sentido, el otro no es sólo el recipiente de acciones sino la exterioridad que cuestiona mi propio lugar, así como una nueva instancia habilitante de nuevas formas de praxis.
Por ejemplo, para Míguez Bonino, el materialismo dialéctico usualmente se comprende a sí mismo como un sistema autosuficiente que no da lugar a ninguna exterioridad, como a “nada que se mantenga fuera de su poder, para nada que reclame una libertad que no le pueda sacar, o sea, para un real ‘otro’”.[36] De aquí, afirma que lo que espera del marxismo es una consciente actitud de solidaridad, o sea, una apertura real al otro, que no es más –como ya lo hemos mencionado– que la ubicación del amor como fundamento ontológico de la praxis histórica. Míguez Bonino lo describe bellamente de esta manera:
Un proyecto de liberación no está libre del peligro de la absolutización por ningún principio o perspectiva que lo relativice desde el exterior—que finalmente siempre llega a ser reaccionaria—sino porque está relacionado con su propio sentido interno, que es el amor. Por lo tanto, el amor es el sentido interno de la política, como la política es la forma externa del amor. Cuando esta relación se hace operativa en la lucha por la liberación, se da tanto la flexibilidad necesaria para la humanización de la lucha cuanto la libertad necesaria para la humanización del resultado de la lucha.[37]
Esto también cabe a la antropología reduccionista del marxismo. Míguez Bonino afirma que, desde una antropología bíblica, el ser humano no puede ser comprendido solo como homo faber sino también como homo ludens y homo adorans.[38] Esto es abrirse al amor fundante de la economía trinitaria. En otras palabras, el reconocimiento del otro, del distinto, de quien se muestra diverso a mi locus, conlleva afirmar el inherente exceso que posee la realidad –o sea, la capacidad de ser siempre distinta a lo que se presenta frente a cada sujeto, y con ello el de mi propia identidad constituida.
Desde un abordaje político, esto implica disponer de una arena donde las identidades se conjugan en una dinámica de conflicto, afirmación y deconstrucción mutua. Como afirma Judith Butler, “el propio ‘yo’ es puesto en cuestión por su relación con el otro, una relación que no se reduce precisamente al silencio, pero que sin embargo satura mi discurso con signos de descomposición”.[39] Esto es lo que muchos pensadores contemporáneos, releyendo a Marx, denominan la presencia espectral del Otro, siempre presente en la definición de uno mismo.[40] Esta necesidad de reconocer la existencia de esa alteridad que me desafía y atraviesa en su exterioridad/exceso, conlleva dos elementos esenciales para la definición de lo político: por un lado, la responsabilidad ética para con ese otro y, por otra parte, el reconocimiento de mi propia contingencia, lo que implica a una apertura inherente del espacio socio-político en una pluralidad de particularidades que me exceden, atraviesan y se interrelacionan. Concluye Butler:
Cuando reconocemos a otro o cuando pedimos que nos reconozca, no estamos en busca de un otro que nos vea tal como somos, como ya somos, como siempre hemos sido, como estábamos constituidos antes del encuentro mismo. En lugar de ello, en el pedido, en la demanda, nos volvemos ya algo nuevo, desde el momento en que nos constituimos a causa del llamado –una necesidad y un deseo del Otro que tiene lugar en el lenguaje, en el sentido más amplio, sin el cual no podríamos existir […] Significa invocar un devenir, instigar una transformación, exigir un futuro siempre en relación con el otro.[41]
La especificidad cristiana
Como dijimos en un inicio, Míguez Bonino tiene un especial interés por hacer una profunda lectura teológica de todos estos elementos, resaltando el aporte de la religión, y del cristianismo en particular, desde su especificidad. Mantener la identidad de la iglesia e intentar definirla en su singularidad, sirve no sólo para salvaguardarla sino también para el beneficio de una genuina “autonomía de la lucha de la liberación”. Por otro lado, reconoce que existe una tensión entre la opción histórica concreta y la referencia a Cristo en esta praxis. De aquí, una pregunta central: ¿es posible una ética política cristiana que sea operativa en la esfera pública?[42]
Dicha ética, para Míguez Bonino, debe ser una ética política ecuménica. Es interesante notar que en sus obras analiza todo tipo de espectros teológicos. En Towards a Christian Political Ethics realiza un recorrido desde el anabautismo hasta el catolicismo, la teología de la liberación, el Evangelio Social, entre otros paradigmas. Es también interesante que ya en 1983 hablaba del lugar central del pentecostalismo, en un tiempo donde dicho sector religioso era sumamente resistido, no sólo en el campo social en general sino principalmente en la academia teológica. En resumen, su interés por esta ética política ecuménica deviene de la promoción de una acción desde la pluralidad de creencias y perspectivas. En otros términos, el pluralismo religioso en un enmarque ecuménico representa en sí mismo un locus político al representar y promover la heterogeneidad de creencias como modos de construcción identitaria, y con ello habilitar un espacio de alteridades como instancias de incidencia pública, no sólo desde la especificidad de las instituciones religiosas sino en articulación con otros agentes políticos de la sociedad.[43]
Bonino afirma que la esperanza cristiana tiene una potencialidad utópico-genética.[44] La fe misma posee esta “función utópica”. En este sentido, sirve a la construcción de un orden “provisorio e imperfecto” pero no por ello poco eficaz en las concreciones históricas. Más aún, vincula la práctica religiosa con las dinámicas políticas instituciones, afirmando que la libertad de la fe y la limitación del Estado son aportes particulares del cristianismo.
Aquí se acerca mucho a un teólogo también heterodoxo dentro de las líneas de la teología de la liberación –a quien Míguez Bonino menciona en casi todas sus obras– que es Juan Luis Segundo. Para este último, la fe –que no es una categoría estrictamente religiosa– se relaciona con la búsqueda de sentido de la realidad. Las ideologías son representaciones particulares que intentan historizar dicha búsqueda a través de prácticas concretas. Aquí el famoso dictamen: “fe sin ideologías, fe muerta”. Pero a su vez, Segundo afirma que las ideologías se encuentran subsumidas a la fe, en el sentido de que no pueden absolutizarse ya que la fe es una instancia que se mantiene siempre abierta; en otros términos, la búsqueda de sentido es constante y no se agota en una opción concreta. Más aún, la fe se fosiliza si una ideología se absolutiza.[45] Esto encuentra mucho eco en el pensamiento de Míguez Bonino, quien también comprende la fe –especialmente cristiana– como instancia experiencial cuestionante de las formas e instituciones sociales y religiosas. La fe, en su función utópica, siempre va más allá de lo dado y concreto, imprimiendo un proceso de movimiento constante en la historia y promoviendo lo político como una función desabsolutizadora, como hemos visto.[46]
Otro aspecto importante que enfatiza Míguez Bonino es que la teología no es una “sociología santificada”, en el sentido de que la única manera de que ella trate sobre cuestiones socio-políticas sea a través de categorías provenientes netamente desde las ciencias sociales. Por el contrario, la teología posee un lenguaje e instrumental específicos a partir de dónde hacerlo. Es un conocimiento que parte de un marco epistemológico propio, desde donde entra en diálogo con otras disciplinas y lee la realidad. En este sentido, la teología tiene una forma específica de apreciación, un principio epistemológico específico—la fe—y una referencia fundamental (Dios revelado en una historia especial que se cumple en Jesucristo y que se hace disponible y operativa en la historia por medio del poder del Espíritu Santo), además de una referencia social inmediata, esto es, la comunidad cristiana. En este sentido, Míguez Bonino enfatiza constantemente sobre el rol social de la teología, no por su vínculo a grupos particulares o por el diálogo interdisciplinario que entable, sino por el aporte específico que otorga desde su especificidad.[47]
El último elemento a resaltar es la idea de principio protestante presente en el pensamiento de este teólogo. Sabemos que este término proviene de Paul Tillich, uno de sus profesores en el Union Theological Seminary de Nueva York. Aunque Míguez Bonino no lo menciona explícitamente, podemos notar cierta influencia de este abordaje en su pensamiento. El principio protestante, según Tillich, es un principio “universal” que pertenece a cualquier expresión religiosa (aunque el protestantismo es una de sus más importantes encarnaciones). Básicamente, tiene que ver con el principio de la protesta y crítica constante de cualquier tipo de segmentación religiosa y social, aunque también implica un principio de creación de nuevas instancias.[48] Siguiendo este abordaje, Míguez Bonino afirma que en América Latina el protestantismo sirvió al cuestionamiento de las sociedades tradicionales, especialmente de impronta católica. De todas maneras, éste llegó junto a los imperios liberales, a quienes fue funcional. Por esta razón, el protestantismo requiere de un nuevo proyecto histórico: resignificar la instancia subversiva que implicó la enarbolación del sujeto libre, pero desde nuevas circunstancias.[49]
Pueblo e iglesia
Un último elemento a analizar es la distinción y asimilación que hace Míguez Bonino entre iglesia y pueblo, desde lo que podríamos denominar el populismo de lo eclesial y la eclesialidad del pueblo. Por un lado, es interesante notar que ya en 1966 Míguez Bonino habla de la necesidad de que la iglesia “salga de sus muros”;[50] más aún, ella es –o sea, encuentra su fundamento ontológico–en esa exterioridad que va más allá de cualquier delimitación institucional. En este sentido, lo eclesial es siempre relativo al reino de Dios, y no a sí mismo en tanto particularidad.[51] Esa exterioridad es el mismo pueblo, comprendido como locus teológico. Aquí seguimos resaltando un elemento central en la teología de este autor: la praxis del Dios Trino se manifiesta en la dinamización de cualquier frontera, sea social, política o religiosa.
Nuevamente llama la atención la definición particular de Míguez Bonino, en este caso de la idea de pueblo, especialmente en dos sentidos.[52] En primer lugar, en contraposición a cierto marxismo ortodoxo seguido por las filas fundadoras de la teología de la liberación, dicha categoría socio-analítica no debe determinarse al campo de lo económico. En este sentido, el pueblo no es sólo el resabio de las relaciones de producción sino un tipo particular de comprensión de la construcción social. En segundo lugar, el pueblo no es un Sujeto homogéneo o una masa indefinida sino un espacio ambiguo y heterogéneo. En otros términos, “es en la interacción entre las determinaciones étnicas, culturales y económicas que podemos identificar la realidad colectiva que llamamos ‘pueblo’.”[53]
En su ética política, Míguez Bonino cita una definición de pueblo perteneciente a Enrique Dussel, la cual caracteriza de ambigua e imprecisa.[54] Lejos de ser un juicio de valor, afirma que esa condición es, precisamente, el fundamento ontológico de un pueblo. Posteriormente demuestra cómo el mismo texto bíblico es diverso en el uso de este término. El elemento más importante a resaltar en este sentido es que el pueblo, lejos de ser una esencia homogénea y masificada, representa una realidad que se va haciendo en el camino de su transitar social; o sea, en el sendero de su fe. Afirma Míguez Bonino:
Es dentro de la lucha real del pueblo —a veces de forma diminuta, en los resquicios y grietas pequeñas del sistema y a veces en grandes confrontaciones— que se da el renacer de la conciencia, donde los relatos de la fe revelan su “reserva de sentido” y su poder para movilizar a los oidores. La concientización es esta passah, o pascua, es este pasaje o transición en la cual, dentro de la praxis histórica, el pueblo se hace consciente de la esperanza y del poder que existen detrás de los símbolos y relatos de su fe tradicional y así comienzan a darle forma a un nuevo ethos, una forma nueva de morar en el mundo y en la historia.[55]
Esto se vincula también a abordajes contemporáneos sobre las lógicas políticas populistas y la definición de pueblo. Estos trabajos afirman que lo popular no solo representa lo excluido del centro sino la propia escisión de lo social. Es, precisamente, en esa frontera interna –en términos de Ernesto Laclau[56] – donde se deposita su poder político ya que habilita a una pluralidad inherente a su estatus ontológico.[57] Como afirma Laclau, el populismo no es un tipo de determinación social sino una lógica política. Esto implica no tomar al pueblo como una entidad homogénea y establecida sino como un espacio de interacción entre diversos agentes sociales. Más aún, el populismo no es un modelo político particular sino un tipo de articulación que se manifiesta en una diversidad de prácticas, según la dinámica del propio pueblo. Por ello, dice Laclau, el pueblo es una categoría ontológica, no óntica. Como hemos desarrollado, esta misma heterogeneidad constitutiva deconstruye cualquier tipo de práctica o ideología que pretenda absolutizarse.
Aquí una interesante afirmación de Míguez Bonino: que la iglesia sea popular significa que es descentrada, o sea, que no posee el centro en sí misma. Por ello hace una diferenciación entre identidad de la iglesia y los actos de identificación. La identidad se encuentra en Jesús y su seguimiento, pero esto último se aplicará de maneras diversas según las formas en que el pueblo –espacio donde Jesús actuó– se apropie de dicha identidad. Esto también significa que cuando más identificación hay con Jesús, la iglesia más se identificará con el pueblo. Y cuando más se identifica con el pueblo, más tendrá posibilidad de aprehender a Jesús.
Por ello, podemos concluir de la siguiente manera: la iglesia va aconteciendo junto al y en el pueblo; más aún, es en dicho transitar –el cual se gesta por la propia heterogeneidad que caracteriza al pueblo– donde se juega lo político como búsqueda constante, plasmada en la realidad de una pluralidad de proyectos históricos. De aquí, la afirmación de Bonino de que la eclesiología es en realidad “una lucha por la iglesia verdadera”. En otras palabras, la iglesia no es dada, sino que acontece constantemente. Su peregrinaje representa el fundamento mismo de su ser.[58]
Conclusiones
En este ensayo hemos tratado de indagar sobre algunos elementos de la teología pública en José Míguez Bonino. Uno de los aspectos centrales que hemos identificado en este pensador, a diferencia de muchos/as de su generación, es que no presenta un “modelo” de acción política ni tampoco se queda en una “legitimación teológica” de cierta ideología. Su propuesta es esencialmente teológica, y desde allí dialoga, relee y desafía las problemáticas sociales y perspectivas políticas. Más aún: su teología es en sí misma, desde sus caracterizaciones más profundas, un modo de leer la realidad, de significar lo público y un llamado a la praxis política.
Hemos visto que su punto de partida es una propuesta de deconstrucción posfundacional desde la economía trinitaria, lo que deriva en diversas resignificaciones. Primero, en una ampliación en la comprensión de la ontología de lo divino, no ya como una esencia deshistorizada sino como una realidad que parte de y se revela en los intersticios más recónditos de la realidad. Por ello, la definición de lo divino asume el mismo carácter contingente de lo histórico. En segundo lugar, esto implica una resignificación de la misma historia, la cual ya no se entiende como un escenario naturalizado en un conjunto de reglas y leyes preexistentes sino como un espacio abierto desde los procesos interrelacionales que lo definen en la pluralidad que lo constituye. En tercer lugar, lo político se manifiesta como la promoción de dicha pluralidad, y no como un programa o ideología predefinidos. En este sentido, toda particularidad política (desde el liberalismo hasta el marxismo) se redefinen desde la misma contingencia en donde se inscriben. No son instituciones absolutas. Más aún, la propia fe y el ejercicio teológico encuentran su politicidad en la promoción de su particularidad en medio de dicha pluralidad. Por último, la vinculación entre iglesia y pueblo –donde la primera entiende su identidad desde la heterogeneidad constitutiva del segundo– define la praxis política como acontecimiento;[59] o sea, como un proceso de resignificación constante en medio de un contexto cambiante.
Finalmente, importa resaltar dos elementos. En primer lugar, al releer la historia de un teólogo de la medida de José Míguez Bonino, uno se asombra de lo superador de su pensamiento con respecto a los diversos abordajes de su época. Pero en segundo lugar, su trabajo nos deja grandes lecciones para una relectura teológica de los desafíos públicos contemporáneos. Primero, su punto de partida –la deconstrucción posfundacional de lo divino– nos permite confirmar algo que las filosofías políticas contemporáneas exigen: toda acción y concepto que define la acción histórica siempre está determinada por la manera en que comprendemos la construción de los sentidos. Por ello, hay que tener sumo cuidado cuando enarbolamos una ideología, práctica política o sentido religioso al estatus de Verdad incuestionable. Como dijimos: una deconstrucción del sentido de revelación de lo divino, deconstruye también la propia historia y nuestras acciones en ella.
En segundo lugar, el reconocimiento de la pluralidad y la heterogeneidad –sean ideológicas, políticas o sociales– son desafíos centrales en el mundo de hoy. Su negación es también una negación del corazón de lo social y de lo político. Por ello, propuestas como las de Míguez Bonino nos invitan a ver que siempre hay un “más allá”, el cual sólo pertenece a Dios y no a las formas o mediaciones institucionales.
La apertura de la historia en la misma manifestación constante y nunca acabada de lo divino, definen la constitución política de todo grupo social y la construcción de todo tipo de proyectos políticos, los cuales siempre serán pasajeros en la medida que respondan al contexto particular desde el cual surgen. Ese es el desafío que Míguez Bonino nos deja para una teología pública: derribar los muros de los sentidos y las instituciones, y abrirnos a la historia y lo social como campos de infinitas formas de ser y hacer.