Abstract
Español
En este ensayo quisiera reflexionar sobre algunas dimensiones de la teología de José Míguez Bonino que han marcado surcos en mi propia hermenéutica y que considero forman parte importante de su legado teológico. Me refiero sobre todo a algunos conceptos vertidos en dos de sus libros más conocidos, La fe en busca de eficacia (1977) y Rostros del protestantismo latinoamericano (1995), pero reflejados también simplemente en su manera de ser y de pararse frente al mundo como teólogo metodista latinoamericano. Esas contribuciones me ayudaron a adentrarme en temas tan centrales como la lectura latinoamericana de las fuentes teológicas, la justificación por la fe y el carácter trinitario de la teología.
Português do Brasil
Neste ensaio, gostaria de refletir sobre algumas dimensões da teologia de José Míguez Bonino que marcaram aspectos da minha própria hermenêutica e que considero uma parte importante do seu legado teológico. Refiro-me, acima de tudo, a alguns conceitos expressos em dois de seus livros mais conhecidos, Fé em Busca de Eficácia (1977) e Rostos do Protestantismo Latino Americano (1995), mas também refletidos simplesmente na sua maneira de ser e de enfrentar o mundo como teólogo metodista latino americano. Essas contribuições me ajudaram a aprofundar questões centrais, como a leitura latino americana de fontes teológicas, a justificação pela fé e o caráter trinitário da teologia.
La eficacia teológica del amor. El legado de José Míguez Bonino
por Nancy Bedford[1]
Primeras impresiones
Conviene empezar por un recuerdo personal, el de la primera charla teológica que recuerdo haber tenido con Don José. Seguramente me lo habré cruzado de niña, cuando de visita a la casa de una amiguita hija de un profesor de la casa, jugaba en el patio y en los pasillos de lo que entonces era la “Facultad Evangélica de Teología” (luego Instituto Universitario ISEDET, actualmente un predio de la Iglesia Evangélica Metodista Argentina) en el porteño barrio de Flores. En esa época de la infancia, para mí los teólogos simplemente eran personas que esquivar mientras corría por el parque o jugaba a las escondidas debajo de las amplias escaleras de la facultad. Ya de joven, sin embargo, las cosas habían cambiado. Mi primer recuerdo claro de Don José es de una conferencia que brindó en un encuentro de la Asociación Cristiana de Jóvenes en Córdoba, por el año 1988. Ya para esa época había leído y estudiado algunos de sus textos y me asombraba tenerlo en vivo y en directo delante de nuestro grupo. Hacía frío y se había envuelto en un poncho o una manta color beige. Creo recordar que en su presentación hizo referencia a su época de observador del Segundo Concilio Vaticano, pero sobre todo me llamó la atención la forma cálida que tenía de dialogar con el público. Cuando llegó el momento del refrigerio, me animé a acercarme y le comenté que tenía el proyecto de estudiar teología en Alemania, pidiéndole consejo.
En pocos minutos, a través de unas cuantas preguntas punzantes, me ayudó a llegar al corazón del tema que quería profundizar en mis estudios doctorales, el de la teología de la cruz. Prometió escribir y mandarme algunas sugerencias bibliográficas, cosa que hizo al poco tiempo, en una hojita escrita a máquina y enviada por correo, pues todavía no existía el correo electrónico. También me hizo recomendaciones prácticas acerca de cómo conseguir becas como persona perteneciente al mundo bautista nadando sin mucha experiencia en las aguas del ecumenismo internacional. En ese corto diálogo demostró de manera práctica varios ejes que fueron importantes para su teología: el profundo conocimiento de las iglesias protestantes “libres” en América Latina, tanto evangélicas como pentecostales; un enfoque pneumatológico de la cristología o cristológico de la pneumatología que puede focalizarse en Jesucristo sin reduccionismos; y la importancia de la dimensión concreta y material de la teología (en este caso, demostrado en algo tan sencillo como el saber que una estudiante de teología no podía vivir “del aire” y necesitaba encontrar una beca para poder seguir estudiando).
Le pregunté qué había sido del debate entre la teología política alemana y la teología de la liberación latinoamericana y sobre todo de aquella “Carta Abierta” que Jürgen Moltmann le había dirigido en 1975.[2] Me causaba particular curiosidad porque era precisamente con Moltmann que yo quería estudiar. En ese documento, que Moltmann escribió a raíz de la visita a Alemania en 1974 de un grupo de estudiantes del ISEDET, el teólogo alemán quiso plantear tres preguntas básicas a la incipiente teología latinoamericana de la liberación: (1) ¿En qué consiste lo latinoamericano de la teología latinoamericana? (2) ¿En qué radica la crítica si la persona que critica dice casi lo mismo que la persona criticada? (3) ¿De qué maneras el pensamiento marxista y el pensamiento sociológico sirven para que el pueblo se acerque a la teología?[3]
Don José sonrió y dijo que en eso no valía la pena concentrarse, que eran cosas ya del pasado. De hecho, se me ocurre que podría argumentarse que ya había respondido contundentemente a las tres preguntas, no a través de una polémica directa, sino al proseguir con sus proyectos teológicos a su manera, paso a paso. En realidad, las tres preguntas terminan siendo una sola: ¿Cuál es el propium de la teología latinoamericana? Aunque no siempre sea de fácil deglución para la intelectualidad europea o noratlántica, parte integral de ese talante propio latinoamericano es la capacidad de hacer una lectura diferente a la europea de la tradición intelectual del viejo continente. Cuando de marxismo se trata, por ejemplo, Míguez Bonino subraya que, en las teologías de la liberación surgidas en el Sur, el pensamiento marxista suele servir como instrumento de análisis social y de crítica ideológica, y en algunos casos concretos como invitación a la transformación revolucionaria. El diálogo de la teología latinoamericana de la liberación con el marxismo se ha focalizado más en tratar de dilucidar situaciones históricas concretas que en desmenuzar categorías filosóficas (como en el caso de las teologías europeas). Por otra parte, los movimientos populares vinculados a la teología de la liberación nunca han comulgado con el ateísmo de Marx.[4] En lo personal Míguez Bonino claramente se identificaba más con una tradición humanista-socialista de raigambre cristiana que con el marxismo, del cual afirmaba que, si bien servía para cierto tipo de análisis, requería su propio proceso de desmitologización.[5]
El hecho de que Marx haya nacido en Alemania no implica en absoluto que no pertenezca a la tradición intelectual latinoamericana, siempre que haya quienes en América Latina lo lean y lo interpreten, pero esas lecturas –sean de Marx o de cualquier otra figura teológica, filosófica o de la disciplina que sea– no tienen por qué ajustarse a los cánones europeos. Esto no implica un desconocimiento de esos cánones o de esas fuentes interpretativas, pero es una elección hermenéutica nacida de una realidad social particular que lleva a planteos particulares y también a autocríticas contextuales.[6] La utilización del instrumental teórico europeo tampoco supone que el mismo constituya la única fuente del quehacer teológico, pues el fértil suelo latinoamericano es terruño de muchas tradiciones e influencias culturales e intelectuales, y todas ellas tienen relevancia para una teología comprometida con la realidad. Da lugar a muchos “rostros” diferentes, trátese de las múltiples visiones de Jesús que pueblan nuestras latitudes o de los “rostros” de las iglesias evangélicas en Nuestra América.[7]
Una dimensión importante de la lectura de las fuentes “europeas” a menudo tiene que ver con la recepción de la tradición teológica propia de nuestras diversas confesiones. En el caso del metodista Míguez Bonino es de particular interés su relectura de la tradición wesleyana. Propone algunos elementos importantes en ese proceso. Primero, hace falta releer las fuentes wesleyanas tanto en el sentido de una lectura desde el contexto propio latinoamericano como en el de el redescubrimiento de elementos que tal vez hayan caído en el olvido. Segundo, es necesario realizar el trabajo en diálogo con otras confesiones cristianas, sin encerrarse en un proyecto wesleyano sectario o aislado de las realidades compartidas del subcontinente. Y finalmente, el criterio hermenéutico primordial para discernir los puntos más importantes a ser rescatados y releídos no es otra cosa que la realidad de quienes más están sufriendo en la actualidad. Lo difícil del proyecto es que no se puede resolver simplemente a nivel teórico, sino que requiere un proceso de intentos que pueden o no dar frutos. En otras palabras, la relectura de las fuentes (en este caso las wesleyanas, pero podrían ser igualmente las luteranas, calvinistas, menonitas o agustinianas) conlleva una especie de disciplina espiritual que incluye no solamente la reflexión, el análisis, las consultas y el diálogo, sino también el amor, la solidaridad y la oración.[8] Responder a las preguntas de la carta abierta no requiere solamente una capacidad teórica o un activismo efectivo, sino también la disponibilidad de participar en algo que podríamos llamar un camino mistagógico conjunto, por el cual vamos avanzando y aprendiendo de nuestras hermanas y de nuestros hermanos. No es casual, entonces, que hacia el final de su vida, cuando su salud ya no le permitía dictar cátedra, Don José asistiera a las clases y conferencias de sus colegas más jóvenes como un estudiante más, dispuesto a seguir aprendiendo y andando.
En esa charla inicial me instó a que no me olvidara de las inquietudes surgidas desde América Latina cuando me fuera a estudiar a Europa, y que le avisara cuando retornara a la Argentina. Así lo hice años más tarde, y tuve el inesperado gusto de enseñar por unos buenos años en el departamento de teología sistemática en el cual Don José había dejado una impronta tan profunda, si bien ya se había jubilado cuando comencé a dictar clases. Por cierto, nunca fui alumna suya en un sentido formal, y sin embargo me doy cuenta que su teología me influyó significativamente, simplemente por haber caminado por sendas donde ya él había dejado su huella. Sospecho que es una experiencia compartida por mucha gente, no solamente en América Latina, sino en todo el mundo.
De esa primera conversación con Don José las principales impresiones que me quedaron de su persona y de su teología fueron tres: una manera sencilla pero profunda de comunicar las verdades del evangelio que se adecuaba a las inquietudes de sus oyentes (dicho de otro modo, una gran sensibilidad pastoral); una genuina apertura ecuménica que significaba que se tomaba el trabajo de conocer a fondo a sus interlocutores (en el caso de esa presentación, en su mayoría católicos); y una profunda inteligencia atemperada por la humildad y el sentido del humor. Se expresaba como una persona hondamente arraigada en su realidad, a la vez que abierta al mundo.
La fe y la eficacia del amor
En la epístola a los Gálatas, Pablo trata de promover un estilo de vida marcado por la dinámica del Espíritu Santo. Cree que la fe que debe caracterizar la existencia de quienes siguen a Jesús por el Espíritu promueve su capacidad de experimentar intensamente la esperanza de la justicia (Gál. 5:5). Gracias a la obra del Espíritu Santo, la fe es energizada por el amor: “la fe obra por el amor” (Gál. 5:6). Esto quiere decir que la fe en Jesús no solamente es una fe en busca de la comprensión y del entendimiento (fides quaerens intellectum), sino que también –en palabras de Míguez Bonino- es una fe en busca de “eficacia” (fides quaerens efficacitatem).
El libro que en castellano se tituló La fe en busca de eficacia fue una traducción y adaptación de un libro escrito en inglés, Doing Theology in a Revolutionary Situation es decir, “haciendo teología en una situación revolucionaria.” El subtítulo, más modesto, agregaba que se trataba de “una interpretación de la reflexión teológica latinoamericana de liberación.” El prefacio a la edición en castellano fue escrito en Buenos Aires en julio de 1976, es decir, unos tres meses después del salvaje golpe militar del 24 de marzo de 1976. La “situación revolucionaria” de los años anteriores se estaba esfumando, para ser reemplazada por la represión, la tortura y la desaparición de miles de personas. En esa bisagra histórica, Míguez Bonino sabía que la fe cristiana, más que nunca, precisaba buscar la “eficacia,” no en el sentido de un burdo pragmatismo, sino en cuanto seguía requiriéndose una “reflexión crítica y comprometida” que fuera un “testimonio a la libertad que nos ha sido prometida en Jesucristo.”[9] En los años siguientes, a través de su compromiso con los derechos humanos, particularmente en el ámbito de la Asamblea Permanente de Derechos Humanos (APDH) y el Movimiento Ecuménico por los Derechos Humanos (MEDH), siguió encontrando formas de dar testimonio de esa libertad.[10] Con el retorno de la democracia en Argentina, su compromiso se plasmó también en su participación en la reforma constitucional (1994).
El amor que nace de la fe, según Míguez Bonino, debe ser más que un sentimiento: se trata de un “esfuerzo consciente e inteligente, adecuado a las condiciones históricas” por cambiar la realidad en cuanto es injusta y produce miseria. Se requiere, por tanto, un “amor eficaz.” Es notable que elija como ejemplo preclaro de ese amor eficaz la figura de Camilo Torres, el sacerdote y sociólogo colombiano que se sumó a las luchas revolucionarias en su país y murió en una emboscada en 15 de febrero de 1966.[11] Claramente, la opción de Torres no fue “eficaz” si se ha de juzgar desde el punto de vista del éxito militar o inclusive de haber logrado grandes cambios en su entorno. No obstante, Míguez Bonino lo menciona en un capítulo donde también aparecen el obispo brasileño Don Hélder Câmara, los Sacerdotes para el Tercer Mundo de Argentina y el movimiento protestante ISAL (Iglesia y Sociedad en América Latina), como ejemplos de personas o agrupaciones que intentaron poner en práctica sus convicciones evangélicas de manera concreta, material y política. La “fe en busca de eficacia” no necesariamente logra todo lo que se propone, así como la fe en busca de entendimiento tampoco logra comprender todo lo que quisiera, pero tiene la virtud de insistir en que el amor se tiene que manifestar de un modo concreto, o no es tal.
Esto tal vez suene como una adaptación de la teología de la epístola de Santiago: “sean hacedores de la palabra y no solamente oidores” (Sant. 1:22) o “la fe sin obras está muerta” (Sant. 2:26). No obstante, el énfasis de Míguez Bonino es a la vez profundamente paulino, pues entiende –como Pablo- que la fe cristiana es una fuerza pneumática que requiere expresión concreta. Lo que realmente “sirve” o “vale la pena” o “cuenta” en Jesucristo es una fe que se torna activa y que obra efectivamente a través del amor (Gál. 5:6). Solamente una fe concreta, vivida y expresada en el amor realmente nos puede conectar con la ultimidad. La fe sin amor no tiene sentido.
Para la tradición protestante es muy importante recordar esta cuestión de la fe “en busca de eficacia” porque nos recuerda que subrayar la “justificación por la fe” por sí sola no sirve. La justificación por la fe va acompañada de la praxis del Espíritu Santo, que siempre tiene que ver con el amor. Hablar de la sola fide a secas significa restringirse y limitarse a un concepto demasiado abstracto como para abarcar el camino concreto, activo y material de Jesucristo, que requiere acción en medio de un mundo ambiguo y complicado. La “eficacia” que busca la fe no funciona de acuerdo a las normas del pragmatismo ni se rige por la razón instrumental. Más bien, tiene que ver con tomar en serio la encarnación y sus implicaciones. Por eso el apóstol Pablo no habla nunca solamente en función de una escatología futurista, sino también en vistas a una escatología presente o realizada. El hacerse cargo de aquellos aspectos de la esperanza que puedan materializarse hoy no quita el hecho de que algunas dimensiones de la esperanza están por delante nuestro en el futuro de Dios. Quienes siguen a Jesús por el Espíritu han de involucrarse en la paz y la justicia del reino de Dios de múltiples maneras pequeñas o grandes, en la esperanza de lo que ha de venir.
En una etapa posterior de su pensamiento Míguez Bonino expresa una idea muy parecida a la de la “fe en busca de eficacia” cuando propone a la misión como “principio material” de una teología protestante latinoamericana. Señala que definir la doctrina de la justificación por la fe como principio material de la teología protestante es un gesto más efectivo en lo simbólico o lo polémico que en lo teológico, ya que “de hecho, ni la fe, ni la Escritura, ni Cristo están nunca solos sino en un contexto teológico más amplio que permite definir su verdadero contenido”.[12] Me parece que al proponer la misión como principio material de la teología, no es que Míguez Bonino esté tratando de espiritualizar la teología y alejarse de los compromisos políticos y concretos de antaño. Al contrario, se trata de anclar la “eficacia” de esos primeros esbozos en el envío trinitario que caracteriza a la vida misma de Dios, quien a su vez nos invita y comisiona a compartir su vida y su compromiso con el mundo.
Precisamente aquí vemos cómo su teología trinitaria no solamente es relevante en América Latina, sino también -de manera precisa y punzante- para la comunidad latina en Estados Unidos. Sus ensayos sobre la participación evangélica en la política latinoamericana, por ejemplo, ilustran cuál debe ser el tenor de nuestra participación en la vida política del país en el que estemos insertos, seamos o no ciudadanos o inclusive residentes documentados del mismo. La “eficacia” de nuestra participación no depende únicamente del poder formal que detentemos “por sobre” los demás para controlarlos. Hay otra clase de “poder” que refleja el camino de Jesús y que se construye en la fuerza del Espíritu desde el servicio y desde la construcción de la justicia: “Participar como cristianos es hacerlo de manera que la voluntad de amor, de justicia y de paz del Señor alcance la mejor realización posible.” Tal participación requiere una agilidad hermenéutica que no se estanque en una lectura autoritaria o rígida de la Biblia, como si en ella se incluyeran todas las respuestas a todos los problemas que enfrentamos, pero que tampoco caiga en el desprecio por la Biblia, como si en ella no hubiera nada relevante para nuestra situación. Como evangélicos y evangélicas, Míguez Bonino afirma que participamos de un ámbito autónomo dentro de la sociedad civil -la iglesia- que tiene mucho para aportar a la sociedad en general como espacio de formación: “en el campo específicamente político, le compete generar vocaciones políticas y nutrirlas en la dimensión ética, basada en los criterios que venimos mencionando: justicia, equidad, misericordia, libertad y paz.”[13] En el caso de la población Latina en Estados Unidos vemos cómo puede materializarse esta idea teológica en una generación de jóvenes activistas formados en las iglesias, que demandan el derecho a vivir, votar y participar cabalmente en un país cuyas estructuras de poder los margina porque no son considerados de “raza blanca.”
Hacia una pneumatología trinitaria
En su importante ensayo “En busca de una coherencia teológica: La Trinidad como criterio hermenéutico de una teología protestante latinoamericana” Míguez Bonino despliega una visión de lo que podría o debería ser la teología protestante en nuestro subcontinente.[14] Propone ir más allá de una lectura sociológica o inclusive teológica de los diversos “rostros” de nuestras iglesias para esbozar de qué manera esas iglesias deberían estar presentes en el mundo, dado que Dios se ha hecho “realmente carne en este mundo” y que no ha desdeñado el “volverse vulnerable, tomar nombre humano en nuestra historia, venir a ser nuestro vecino: hacerse palabras humanas, gestos, ley, pueblo, presencia visible, audible.” El problema es que cualquiera de nuestras iglesias puede olvidarse de su vocación de ser un pueblo “donde Dios verdaderamente está, plena y realmente” y caer en diversos tipos de reduccionismo, ya sea el de la “piedad de la providencia” del catolicismo popular, el de la “piedad cristomonista” evangélica que se desentiende del mundo, o la “espiritualización” esotérica y desenfrenada de cierta piedad pentecostal.
La propuesta de una hermenéutica trinitaria tiene como objetivo, entonces, ofrecer una estructura de pensamiento teológico que sirva para evitar los reduccionismos en los cuales solemos caer. Señala que valdría la pena aplicar esa hermenéutica a las diversas doctrinas, tales como la eclesiología, la santificación o la escatología, pero en su ensayo decide optar por proponer los rasgos fundamentales de una “cristología trinitaria.” La misma sería capaz de intentar una resignificación de la “fe en Jesucristo en el mundo de las religiones” que pudiera reconocer cómo y cuándo el “Espíritu de Dios trabaja en la historia y la cultura de los pueblos para atestiguar el significado de Jesucristo en su vida.” También permitiría un nuevo acercamiento a la responsabilidad social, entendiendo que Jesucristo “nos convoca a participar en su obra en la sociedad y en la historia” desde su propia acción histórica y en el poder del Espíritu Santo, quien nos ayuda a discernir cómo debemos actuar en nuestro presente histórico. Por último, tendría en cuenta que Jesucristo se manifiesta hoy por la obra del Espíritu, quien a su vez mantiene continuidad con la forma de ser de Jesús. Esto nos ayuda, por ejemplo, a ver cuál debe ser nuestra relación con el poder: “Cuando el poder y la libertad del Espíritu son invocados y reclamados para acciones y conductas que conspiran contra la vida, la justicia y la misericordia, tenemos razón para dudar de que sea el Espíritu Santo.”
Si bien el subtítulo bajo el cual desarrolla estas ideas es “Hacia una cristología trinitaria,” lo que ofrece Míguez Bonino es más bien el esbozo de una pneumatología trinitaria, que necesariamente mira a Jesús pero que comienza a suplir el déficit pneumatológico que ha tenido nuestra teología latinoamericana, a menudo tan reticente a desarrollar la doctrina del Espíritu Santo explícitamente, aunque esté presente de manera implícita. ¿Cómo podríamos ir desarrollando más estas intuiciones, sobre la base de lo que nos ofrece Míguez Bonino? Sugiero ir por parte, retomando cada uno de los tres puntos que propone, reformulándolos como “El Espíritu Santo y las variedades de la religión,” “El Espíritu Santo y el envío de quienes siguen a Jesús” y “El Espíritu Santo y la transformación de la pneumatología.”
El Espíritu Santo y las variedades de la religión
Vivimos en un mundo pluralista en el cual tenemos acceso a muchas ideas y convicciones, algunas pertenecientes a las grandes tradiciones religiosas y otras que tienen características religiosas, aunque no se presenten como tales. La fe religiosa sigue siendo un fenómeno ambiguo que requiere una hermenéutica de la sospecha y a la vez puede ser fuente de vitalidad personal y social. Desde el punto de vista de quienes estamos comprometidos y comprometidas con el seguimiento de Jesús por el Espíritu, la convivencia con diversas convicciones religiosas dentro y fuera del cristianismo, algunas de las cuales compartimos y otras que nos son ajenas, tiene que pasar por la forma de ser de Jesús tal como se nos presenta en los evangelios. Jesús tiene una buena nueva que compartir acerca de la cercanía profunda del Dios trascendente. Se trata de una paradoja: el Dios trascendente también es el Dios inmanente, y el Dios-con-nosotros-y-nosotras también es el Dios-misterio. En el espacio de libertad y transformación que nos abre ese evangelio hay lugar para crecer e imaginar posibilidades de transformación sociales y personales inusitadas, pero lo que no se nos concede es el permiso de limitar el accionar del Espíritu de Dios a lo que entendamos o conozcamos. Aquí es donde vale la pena recordar que confesamos al único Dios en Tres Personas. Conocemos a la primera Persona a quien llamamos “Padre” gracias a su obra amorosa de adopción, que nos establece como hermanos y hermanas del Hijo Jesucristo y que nos permite por el Espíritu clamar con confianza, “¡Abba!” (Gál. 4:6). Sin embargo, esa figura del “Padre” amoroso representa también el misterio y la trascendencia de Dios que no puede ser explicada, definida o diagramada y que termina de desarticular todas nuestras concepciones acerca de la “paternidad” o de la “maternidad” divina. Aunque Dios se nos acerque en Jesucristo haciéndose “menos” para poder convivir con nosotros en la particularidad humana, Dios a la vez siempre es “más” y siempre lo será.
El Espíritu de Dios no tiene que pedirnos permiso para obrar de muchas maneras que ni siquiera somos capaces de imaginar. Con la ayuda del Espíritu, nuestra tarea es aprender a tratar a quienes nos rodean a la manera de Jesús: ni más, ni menos. Esto no es sencillo, porque ese camino requiere dos aptitudes a la vez: la del rechazo de las religiosidades alienantes y la del reconocimiento de la fe que se manifiesta en al amor. Por un lado, hemos de rechazar ciertas actitudes supuestamente religiosas (empezando por las propias) que les hacen mal a los demás. Dada la ambigüedad del fenómeno religioso no podemos decir que todas las religiones (tampoco el cristianismo) sean intrínsecamente “buenas.” Ese es el mensaje profundo por ejemplo de las críticas de Jesús a cierta religiosidad de su tiempo, manifestada en personas que se ocupaban de cerrarle el reino de Dios a la gente (Mat. 23:13). Por el otro lado, no podemos darnos el lujo de creer que tengamos (por ser cristianos y cristianas) un acceso exclusivo al Dios que ama a toda la creación ni que seamos dueños de la verdad. Dios nos recuerda –como a Job- que en realidad, no sabemos casi nada de los designios de Dios: “¿Serás tú quien firmará mi sentencia y me condenará para afirmar tus derechos?” (Job 40:8). Como señala Míguez Bonino, “De alguna manera [los protestantes] nos hemos autodesignado como los únicos poseedores y jueces de una tradición doctrinal pura y absoluta” y desde allí hemos condenado, por ejemplo, a la religiosidad popular católica.[15] Lo que debemos pedir es que por su Espíritu Dios obre para convertir y transformar las diversas religiosidades que operan en el mundo de tal modo que realmente ayuden a sanar la sociedad y la creación.
El Espíritu Santo y el envío de quienes siguen a Jesús
Según Míguez Bonino, debemos evitar dos tendencias unilaterales. Una tendencia es la de una soteriología netamente “sacerdotal” según la cual Jesucristo nos “limpia” y nos “lava” del pecado de un modo que nunca se sale de la interioridad y la espiritualidad personal. La otra tendencia es la de una soteriología “profética” según la cual la obra de Jesucristo es de corte reductivamente estructural. Su sugerencia es que afirmemos “la unidad de ambas interpretaciones” de modo que podamos darnos cuenta que Jesucristo es quien nos libera del pecado para convocarnos a una vida de justicia y shalom. La pregunta que surge es cómo, entonces, son los contornos de esa vida.
Quisiera reflexionar brevemente sobre una de las “materias pendientes” que hemos tenido como evangélicos o protestantes latinoamericanos al imaginarnos las características de esa vida de justicia: la equidad de género. La impresión que me ha quedado es que Don José no era muy amante del “feminismo” en sus diversas expresiones, ni siquiera del “feminismo teológico”; dicho de otro modo, no solía utilizar la categoría de género u otros conceptos provenientes de la teoría feminista como herramienta de análisis en sus escritos, si bien citaba con aprobación los trabajos de algunas teólogas feministas latinoamericanas tales como Elsa Tamez. Lo que quisiera subrayar aquí es que si bien no se ocupó de desarrollar teóricamente las implicaciones de su teología para la equidad de género, el principio que propone de la “misión como principio material” de una teología protestante latinoamericana cuyo criterio hermenéutico sea la Trinidad, así como la idea de una “fe en busca de eficacia,” sirven como aliciente a la iglesia a examinar su manera de pensar y de tratar a los varones y a las mujeres.
Al pensar en el envío o la misión es importante tomar en cuenta lo que podríamos llamar la materialidad del envío trinitario: ¿Cómo se hacen presentes en el mundo el Padre, el Hijo y el Espíritu? ¿Cómo deriva el envío del Hijo por el Padre y el Espíritu, o del Espíritu por el Hijo y el Padre en una manera de vida que nos toque de cerca como seres humanos? Son preguntas antiguas para la teología cristiana; en la Suma Teológica, por ejemplo, Tomás de Aquino escribe sobre la misión de las tres Divinas Personas y la relación entre esa misión y la de la iglesia. Tomás entiende que de hecho el envío del Hijo y la misión del Espíritu tienen una profunda relevancia para toda la creación, pero no se le ocurre repensar su antropología teológica como consecuencia de sus convicciones trinitarias, al menos en lo que hace a las inequidades de género en la iglesia de su tiempo.[16] Nuestro desafío actual es seguir desmenuzando qué significa concretamente para nuestra manera de relacionarnos como varones y mujeres el hecho de que en la vida y la misión trinitaria de Dios no hay jerarquías sexuales, sociales u ontológicas, sino una profunda equidad y unidad entre las Tres Divinas Personas. Al adoptarnos como hijos e hijas, hermanos y hermanas de Jesús, empoderados y empoderadas por el Espíritu, Dios nos invita a participar de la manera igualitaria y amorosa que caracteriza a la Divina Trinidad, que no borra nuestras particularidades pero que tampoco las jerarquiza.
¿Qué relevancia tiene la idea del envío trinitario por ejemplo frente a la violencia de género que azota nuestras sociedades? ¿Nos damos cuenta que la violencia de género no puede ser justificada teológicamente (por ejemplo, como “disciplina” necesaria para las mujeres obcecadas) si tomamos en serio la dinámica igualitaria que se desprende de la vida misma de Dios, vida que nos invita a compartir por el Espíritu? ¿Pensamos cuando leemos a diario los titulares que hacen referencia a nuevos casos de femicidio o de trata de mujeres que estamos ante verdaderos pecados contra el Espíritu Santo, pues niegan la justicia de Dios y ya ni se dan cuenta? Si no somos capaces de relacionar la soteriología y la conversión con la vida concreta de las mujeres que sufren de la violencia de género, de los varones que se transforman en victimarios en contra de lo que Dios desea para ellos y de una sociedad que cierra los ojos frente a la violencia, todavía no hemos dilucidado de manera profunda lo que significa nuestro envío misionero. El envío por la fuerza del Espíritu de quienes siguen a Jesús ha de transformar a la iglesia en todas sus dimensiones, entre ellas las jerarquías basadas en la clase social, el género, la raza, la orientación sexual o la edad, facultándonos para ejercer nuestros dones para el bien de los demás, en amor y libertad. Todavía no se ha visto lo que podría significar para la sociedad una iglesia que tomara en serio la misión en clave trinitaria por la fuerza del Espíritu.
El Espíritu Santo y la transformación de la pneumatología
A pesar de la explosión de los pentecostalismos en el último siglo y el reconocimiento de la centralidad de la pentecostalidad como marca de toda la iglesia cristiana, la pneumatología sigue siendo la Cenicienta de la teología. Tal vez una clave para seguir avanzando sea la sugerencia de Míguez Bonino acerca de la centralidad de la relación Cristo/Espíritu y su importancia en relación a la libertad y el poder del Espíritu, que a su vez reclaman el discernimiento del Espíritu Santo.[17] La cristología requiere explícitamente un desarrollo pneumatológico para poder ser buena noticia y no anquilosarse, y la pneumatología encuentra en la cristología la orientación que da el recuerdo actualizado de la vida concreta de Jesús de Nazaret.
En el capítulo 14 del Evangelio de Juan, como parte de su discurso de despedida, Jesús afirma algo sorprendente: “El que crea en mí hará las mismas obras que yo hago y, como ahora voy al Padre, las hará aún mayores.” A su vez, unos versículos más adelante, promete el acompañamiento del Espíritu Santo, “el Intérprete que el Padre les va a enviar en mi nombre; les enseñará todas las cosas y les recordará todo lo que yo les he dicho” (14:26). Jesús promete facultar a sus seguidores y seguidoras a través del Espíritu para que aprendamos “todas las cosas” necesarias para seguirlo y también para recordarnos las enseñanzas de Jesús. El Espíritu no viene para que nos olvidemos de Jesús ni en su reemplazo: todo lo contrario. Fiel a la dinámica trinitaria por la cual las tres Divinas Personas que son un único Dios obran las unas en las otras (perijóresis), el Espíritu nos insta a creer en Jesús, actuar como él, y saber que vamos a poder hacer las obras que él hizo – y obras “aún mayores,” tal como Jesús nos prometió. En general, a través del tiempo, muchos intérpretes han entendido esas “mayores obras” como referencia a la misión de la iglesia. Pero eso no resuelve del todo el sentido del pasaje: ¿de qué aspecto concreto de la misión cristiana estamos hablando? ¿Qué podría significar para la cristología esta promesa de “hacer obras” como las de Jesús, junto con la promesa de la presencia y ayuda del Espíritu Santo? El texto presupone que una vez que Jesús ya había sido asesinado y resucitado, surgirían nuevas situaciones, tal vez en discontinuidad con la situación histórica de Jesús en su ministerio, pero que el Espíritu Santo nos ayudaría para poder responder a esas nuevas situaciones en continuidad con lo revelado por Jesús y en Jesús. La cristología precisa estar imbuida del Espíritu de Dios para poder encontrar la manera de proseguir hoy con fidelidad por el camino del “amor eficaz” de Jesús. La cristología es, pues, pneumática (está imbuida de la doctrina del Espíritu Santo) y la pneumatología siempre remite a Jesucristo.
Esto es una buena noticia sobre todo porque permite la esperanza de que hagamos algo nuevo, que surjan nuevas ideas, nuevas iniciativas y nuevas esperanzas en continuidad con lo mejor del pasado, pero sin limitarse a una eterna repetición de lo ya conocido. El Espíritu Santo (o la Ruaj) se caracteriza por ser Partera de lo nuevo que Dios se propone hacer en su creación (Rom. 8:22). Lo que la pneumatología precisa para su transformación es dejarse “parir de nuevo” por el mismo Espíritu de Jesús que constituye su temática. Esto se torna una buena nueva sobre todo para quienes en el pasado no tuvieron demasiadas oportunidades de influir en el desarrollo formal de la teología pero que saben mucho y tienen mucho que aportar acerca de las novedades del Espíritu que renueva la faz de la tierra.
Conclusión
José Míguez Bonino escribió una orientación a la versión en castellano del librito Introducción a la teología evangélica, de Karl Barth, donde el gran teólogo suizo compartía la serie de clases magistrales que brindó el último semestre que enseñó en Basilea.[18] Leyéndolo desde América Latina, señaló varios puntos que creía – o que quería – escuchar en Barth como hermano en la fe y como teólogo. En primer lugar, rescataba el llamado barthiano a la modestia: leído desde América Latina significaba “Que no nos tomemos demasiado en serio como ‘teólogos de la liberación.’ Como si fuéramos nosotros los ‘liberadores.’” El hecho es que Jesucristo es el Libertador y es él quien trae las buenas nuevas a los pobres. En segundo lugar, subrayó la insistencia de Barth sobre la prioridad de la comunidad de fe en la recepción de la buena nueva, y el carácter subordinado o secundario de la labor del teólogo o de la teóloga. Esto también tiene que ver con una modestia teológica que resulta liberadora, pues si Dios es Dios, el teólogo o la teóloga no tiene que cargar con pretensiones divinas y puede sentir la libertad de “trabajar con gratitud y alegría.” En tercer lugar Míguez Bonino señaló que Barth, quien en su juventud militó en el socialismo, siempre insistió que Dios se coloca “siempre, incondicional y apasionadamente” en “contra de los encumbrados y a favor de los humillados.” Por último, Barth “se negó siempre a construir un sistema,” dándose cuenta que los proyectos de Dios siempre desarticulan a los sistemas humanos. Cuando nos percatamos de que somos incompletos e inacabados, se nos abre el espacio para “la creación de posibilidades y proyectos – humanos por cierto y por consiguiente ambiguos e imperfectos” pero en los cuales el poder del Espíritu de Dios vuelve “siempre y siempre” a “recrear la faz de la tierra.”
El resumen de los elementos que Don José “cree” o “quiere” ver en la teología de Barth es de alguna manera el mejor reflejo de lo que yo “creo” o “quiero” ver en la suya. No pretendió desarrollar un gran sistema teológico que todo lo abarcara, sino que intentó responder a las preguntas que iban surgiendo. Creía que Dios se compromete de lleno con la liberación de los más humildes. Entendía que la teología era un “acto segundo” y no creía que los teólogos constituyeran una vanguardia, sino que la nuestra es una tarea de “retaguardia” y de acompañamiento a lo que va haciendo el Dios de la justicia, del amor y de la liberación. Desde siempre desarrolló lo suyo a partir de la revelación en Jesucristo, comprometida con la materialidad y entendida trinitariamente.[19] La suya fue una labor apasionada y fiel, pero a la vez modesta y humilde; una respuesta agradecida a la fidelidad de Jesucristo nuestro Liberador; un acompañamiento cariñoso a la comunidad de fe y sobre todo a los y las más humildes; una búsqueda de los espacios creativos y transformadores del Espíritu de Dios; una expresión de confianza en el Dios trino. El legado que nos brinda no es solamente el de sus muchos escritos o de los recuerdos que podamos compartir acerca de su vida y de sus enseñanzas. Nos ha dejado el ejemplo de una manera de hacer teología latinoamericana que no creo que pierda su relevancia con el tiempo: el talante de una teología que se juzga por la eficacia del amor.