- Las raíces de un nuevo lenguaje teológico
Padre… Madre… de ojos mansos,
sé que estás invisible en todas las cosas.
Que tu nombre me sea dulce, la alegría de mi mundo.
Tráenos las cosas buenas en las que encuentras placer:
el jardín, las fuentes,
los niños,
el pan y el vino,
los gestos tiernos, las manos desarmadas,
los cuerpos abrazados…
Sé que quieres darme tu deseo más profundo,
Un deseo cuyo nombre he olvidado, pero tú no olvidas nunca.
Cumple, pues, tu deseo, para que yo pueda reír.
Que tu deseo se cumpla en nuestro mundo,
de la misma manera que late en ti.
Concédenos satisfacción en las alegrías de hoy:
el pan, el agua, el sueño…
Que estemos libres de la ansiedad.
Que nuestros ojos sean tan mansos para los demás
como los tuyos lo son para nosotros.
Porque,
si somos feroces,
no podremos acoger tu bondad.
Y ayúdanos
para que no nos engañemos con los deseos malos.
Y líbranos
de aquel que carga la muerte en sus propios ojos.
Amén.[1]
- Primera etapa: orígenes, contrastes
Nadie hubiera imaginado en mayo de 1968 (¡vaya referencia cronológica!) que la misma pluma que escribió una tesis tan densa y provocadora como Toward a theology of liberation: an exploration of the encounter between the languages of humanistic messianism and messianic humanism escribiría un par de décadas más tarde estas palabras, mezcla de poesía, oración, mística y teología.[2] Negándose a ser un ejercicio teológico estricto o académico, Rubem Alves expresaba en ellas todo el peregrinaje que había recorrido hasta alcanzar, con textos así, la cima de un estilo dominado por la poesía y la profundización completamente anti-dogmática que se había anunciado, muy veladamente en sus primeros escritos. Aquí ya se percibía la forma en que había leído a Nietzsche, Guimarães Rosa, Cecília Meireles, Octavio Paz, Fernando Pessoa, Paul Valery, Adélia Prado y decenas de autores, hombres y mujeres, que lo marcarían para siempre. Antes de su paso por Princeton, “junto a los ríos de Babilonia” (en el Union Seminary de Nueva York), en 1964 (año del golpe militar contra João Goulart) había pergeñado una interpretación teológica de los procesos revolucionarios en su país que no se publicaría en portugués sino hasta el siglo XXI, 40 años después. Con este trabajo, introdujo a la reflexión teológica el polemico tema de la revolución, el cual desarrollaba en esos años su mentor Richard Shaull, precisamente en la época en que surgió el movimiento Iglesia y Sociedad en América Latina (ISAL). Alves se vio obligado a volver a estados Unidos por causa de la persecución de que fue objeto por los militares y por su propia iglesia.[3]
Ciertamente, sus antecedentes no presagiaban algo así, ni en sueños, pues al nacer en Brasil en el seno de una familia presbiteriana conservadora, únicamente los estudios teológicos al lado de otro princetoniano, Shaull,[4] podían atisbar la veta que desarrollaría con tanta exuberancia y calidad, al grado de que es necesario afirmar que Alves es una de las grandes figuras de la literatura brasileña contemporánea, además del lugar que consiguió dentro del panorama teológico e intelectual desde su juventud, cuando la militancia ideológica que abrazó y por la cual luchó arduamente, lo llevó a escribir textos notables e imprescindibles para comprender el clima espiritual de la época. El joven Alves se tornaría en alguien que, sin considerar que había perdido el tiempo, llegó bastante tarde a la poesía, aunque muchos de sus ensayos, al reivindicar el cuerpo, la imaginación, el erotismo y la magia, abrían ya la puerta a una expresión inédita e insospechada para él mismo. Pianista frustrado, la música de la poesía y la literatura lo estuvieron esperando hasta que por fin lo poseyeron en cuerpo y alma. Como parte de una generación de intelectuales protestantes latinoamericanos entre los que hay que contar a José Míguez Bonino, Emilio Castro, Hiber Conteris, Jovelino Ramos y Julio de Santa Ana, entre otros, asumió un compromiso revolucionario que colocó su labor teológica en un plano inédito hasta entonces en el subcontinente, en la vanguardia ideológica, tal como lo ha resumido Luis Rivera Pagán:
La teología de la liberación fue un enfant terrible imprevisto en los campos de la academia y la producción teológica durante las últimas décadas del siglo XX. Introdujo a la conversación no solo un tema Nuevo —la liberación— sino también una nueva perspectiva para hacer teología y una renovadora manera de referirse al ser de Dios y su acción en la historia. Su proyecto para reconfigurar los lazos entre estudios religiosos, historia y política llegó a ser un tópico significativo de análisis y diálogo en el discurso teológico general. Muchos estudiosos perciben en su surgimiento una drástica ruptura epistemológica, un cambio radical de paradigma y un importante giro en el papel social y eclesial de la teología.[5]
Este mismo autor señala consistentemente la participación de Alves en los inicios de la teología de la liberación y el papel fundacional de su trabajo doctoral, así como de su mentor, Shaull, y recuerda aspectos sobre ella que se han vuelto clásicos, como su cambio de título al publicarse en una editorial jesuita:
De hecho, la primera monografía extensa que enfocó la liberación social y política como la clave hermenéutica central para conceptualizar la fe cristiana fue la tesis doctoral de Rubem Alves, un presbiteriano brasileño. En mayo de 1968, Alves la defendió exitosamente en el Seminario Teológico de Princeton […] Alves la escribió bajo la dirección de Richard Shaull, quien por bastantes años fue profesor de teología en América Latina, primero en Colombia y luego en Brasil, y quien fue crucial para el desarrollo de la teología liberacionista en los círculos protestantes latinoamericanos.
[…] La tesis de Alves es un texto poderoso, escrito en un espléndido estilo literario. Fue publicada como libro en 1969, dos años antes de la obra de [Gustavo] Gutiérrez, pero con un cambio importante en el título: A theology of human hope (Una teología de la esperanza humana). Aparentemente, los editores creyeron que el concepto de “esperanza”, con sus obvias relaciones con los escritos de Jürgen Moltmann, sería más atractivo comercialmente o relevante que “liberación”. A pesar de eso, Alves conceptualiza la dialéctica temporal propia del lenguaje teológico en términos de la política histórica de liberación.[6]
Harvey Cox, desde el prólogo, lo saludó como una voz nueva, refrescante y rebelde en el contexto de la época: ““¡Ojo con este libro, vosotros los ideólogos, teólogos y teóricos del mundo opulento del mundo denominado ‘desarrollado’! El tercer mundo de forzada pobreza, hambre, impotencia y creciente enojo ha encontrado una resonante voz teológica, Ruibem A. Alves […] habla con una autoridad que no tenemos por menos que notar, no solo en las discusiones sobre el desarrollo y la revolución, sino en dondequiera que declaremos el lugar de la fe Cristiana en nuestro convulso mundo contemporáneo”.[7] En este libro dialoga críticamente con las teologías de Barth, Bultmann y Moltmann, señalándoles que no están arraigadas en las circunstancias humanas concretas y que por ello no expresan adecuadamente el discurso liberador requerido por la comunidades populares.[8] El principio ético fundamental, que toma de Paul Lehmann, es “cómo puede la vida humana seguir siendo humana en el mundo”. De este modo se compromete en un diálogo creativo con dos clases de discurso que conducen a la liberación humana: el humanismo mesiánico y el mesianismo humanista. Ambos participan de un proyecto de liberación que incluye no solo lo material sino también las esferas corporal y espiritual. La última parte del libro explora las posibilidades de un Nuevo lenguaje para la fe y la teología, el cual reivindica la alegría y el juego. En esta línea de reflexión sigue muy de cerca el concepto bonhoefferiano de polifonía. Con esta obra, Alves se estableció como uno de los fundadores de la teología de la liberación, porque de varias maneras anticipó los trabajos futuros de autores como Gutiérrez y Hugo Assmann. Finalmente, él y Gutiérrez se encontraron en Suiza en 1969 en una conferencia sobre teología y desarrollo, donde estuvieron de acuerdo en que ésa no era la formulación correcta dadas las condiciones del continente experimentadas en la dinámica de opresión-liberación, más allá de las modas del momento.
Y, por supuesto, no puede dejar de hablarse del “sabor princetoniano” de esos primeros momentos de esta teología, algo que ya ha revisado a conciencia Bruno Linhares. Como parte de su argumentación, señala: “Alves prefiere que la vida se juzgue no por la manera en que se ubica en el sistema social o como una función de las estructuras de la organización social, pues él sigue el ejemplo de Jesús, quien fue ‘un maestro en el arte de subvertir las reglas de normalidad o anormalidad”. Busco, en otras palabras, imaginar el nacimiento de una nueva cultura. Debido a que el mundo aún no está completo porque Dios aún está ejerciendo sus poderes creativos, el tiempo presente de cautividad aún no es un tiempo de nacimiento sino de concepción de una comunidad de fe”.[9]
Otras lecturas y relecturas de su obra se han llevado cabo, en Brasil, por supuesto (Saulo Almeida,[10] António Vidal Nunes, autor de una amplísima bio-bibliografía,[11] Iuri Andreas Reblin,[12] entre otros), en Estados Unidos (Ruy Otávio Costa[13]), Países Bajos (T. de Boer[14]) y Suecia (Ulf Borelius[15]). Un testimonio de la reverenda Sonia Gomes Mota, discípula de Alves, resume también su trayectoria dentro y fuera de las iglesias:
Rubem Alves fue parte de un grupo de pastores, hombres y mujeres líderes, que reflexionaron y organizaron diversas maneras de ser una iglesia reformada. Este proceso llevó a la creación de la Iglesia Presbiteriana Unida de Brasil (IPUB), miembro actual del Consejo Mundial de Iglesias. Con su erudición y su compromiso social y ecuménico, ayudó a delinear los documentos básicos de la IPUB. No estuvo interesado en ofrecernos lecciones de moral o en transmitir la verdad indiscutible y eterna. Como buen teólogo, filósofo y educador, le preocupaba más hacernos pensar, reflexionar y cuestionarnos acerca de las verdades inmutables de la teología y urgirnos a avizorar nuevas posibilidades y caminos para vivir nuestra fe. Rubem nos condujo por desiertos y nos invitó a ser jardineros y plantadores de esperanza.[16]
Alves fue uno de los grandes renovadores de la teología latinoamericana. Las etapas de su pensamiento se distinguen por su inicial interés en la actividad de Dios en la historia y, luego, por una investigación profunda y sensible de las posibilidades lúdicas y eróticas de la vida humana en el mundo. En diversas ocasiones Alves trató de explicar sus raíces teológicas y escriturales, así como la manera en que evolucionó hacia el otro estilo, especialmente en reediciones de sus libros anteriores. En 2010 lo dijo así para un nuevo volumen atribuyendo el cambio al público al que se dirigió: “La mía fue una educación académica. No obstante, llegó un momento en que dejé de disfrutar al escribir para mis colegas. Comencé a escribir para niños y para la gente común, jugando con el humor y la poesía. De allí surgió mi nuevo estilo: chispazos, más que razonamiento”.[17] Si antes deseaba apelar a la conciencia de sus lectores, convencerlos para incorporarse a la lucha ideológica”, ahora su propósito era muy diferente: “No quiero probar nada. Sólo deseo retratar. Hay un hilo que los ensambla como perlas en un collar. Cada texto es una unidad completa. A través de ellos intento decir lo que he llegado a sentir acerca de lo sagrado. No espero que los lectores estén de acuerdo conmigo. Sólo deseo que ellos puedan pasear en medio de bosques desconocidos. […] Lo que verdaderamente importa no es lo que escribo sino lo que pensarán al ser provocados por lo que escribo”.[18] Algo similar planteó cuando lo invitaron en 1990 a hablar delante de un auditorio que espera escuchar al pionero protestante de la teología de la liberación sin saber que éste se había reinventado por completo: su trayectoria había cambiado de orientación y ahora buscaba un cambio más profundo desde otro asiento del ser: “El Rubem Alves de la teología de la liberación, el que hablaba de la acción, cambió. Ahora soy distinto. Creo que Dios tiene extrañas formas para hacer las cosas. Una de ellas es voltearlo todo al revés. Decidí acepar el riesgo de desempeñar el papel del bufón. […]”.[19] Por esto último debe ser reconocido también como uno de los iniciadores de la teopoética, aun cuando ese término surgió en otro ambiente y desde otra perspectiva.[20]
- Segunda etapa: conversión a la imaginación
El énfasis imaginativo de la teología de Alves comenzó a mostrarse con claridad en Tomorrow’s Child (1972; Hijos del mañana, 1976, Gestação do futuro, 1986), un libro de transición resultado de un curso sobre ética expuesto en el Union Seminary, el cual fue muy incomprendido por sus colegas debido a que despliega un análisis imaginativo del sistema tecnológico dominante, comenzando por sus premisas culturales. Una de sus metáforas consiste en comparar el mundo presente con los grandes dinosaurios cuya voracidad les impidió sobrevivir, a diferencia de las lagartijas que lo lograron hasta el presente. De regreso en Brasil, renunció a su membresía eclesiástica en 1974 y comenzó su carrera como profesor universitario. Ese año publicó “Confessions: on theology and life” (“Del paraíso al desierto. Reflexiones autobiográficas”, en español, 1977), una profunda autocrítica de su experiencia teológica y eclesial.[21] Posteriormente estudió el psicoanálisis en profundidad. Lejos quedaría el enemigo del realismo, que peleó verdaderas batallas en trincheras que muchos no conocieron siquiera de lejos.[22] Alves arribó a la creencia poética y teológica, al mismo tiempo, de que Dios arregla las vidas humanas, la suya en particular, como quien juega con cuentas de vidrio, una metáfora tomada de la novela El juego de los abalorios, del escritor alemán Hermann Hesse. La imagen que ha desarrollado varias veces es la de esas cuentas (su vida y personalidad desgarradas) sumergidas en el agua que Dios toma y devuelve como un nuevo y prodigioso collar: “Para eso necesito a Dios, para curarme la nostalgia. Así lo imagino: como un fino hilo de nylon, que busca mis cuentas perdidas en el fondo del río del tiempo y me las devuelve como un collar”.[23]
El encuentro tardío, pero enriquecedor, con la poesía
Desde hace unos años tengo perdida mi respetabilidad académica. Nadie me la quitó, pero un buen día, por razones que no me sé explicar, algo sucedió en mí. No sé qué me pasó, mas lo cierto es que de repente me descubrí incapaz, en absoluto, de pensar, hablar y escribir analíticamente. Fui poseído por la forma poética y sigo por ella poseído cuando escribo. Aunque esto me gusta, me crea también muchos problemas con auditorios científicos y académicos, porque esa gente no cree que la poesía sea algo serio; sin embargo, yo creo que es la cosa más seria: creo que Dios es poesía. Si pudiese hacer una nueva traducción del texto de Juan: “y el Verbo se hizo carne”, pondría “y un Poema se hizo carne”.[24]
Ciertamente el acceso de Rubem Alves a la poesía fue tardío, pero llegó a ser definitivo, enriquecedor y sumamente placentero. Las líneas que presiden este texto dan fe de cómo, en un momento determinado de su vida, experimentó un “giro poético” que impactó la totalidad de su pensamiento, en todos los sentidos. Incluso la manera en que se orientó su escritura, sin buscar escribir poemas como tales, manifestó una ruptura más, de entre las varias que sufrió, aunque en este caso el “golpe” de la “forma poética” resultaría determinante para vaciar en ella todo lo que escribiría luego de haber sido reconocido como teólogo y educador. Lado a lado con sus preocupaciones permanentes, la poesía lo acompañó permanentemente y nunca lo abandonó, pues por el contrario, el conocimiento de los autores que lo marcaron iluminó profundamente su obra.
El momento de dicho encuentro no podría fecharse con total certidumbre, pues si a fines de los años 80 tenía tan claro lo que le había sucedido, el paso del tiempo le aclararía aún más ese proceso de cambio. Así lo describió en una breve crónica de Quarto de badulaques (2003; en español: Cuarto de cachivaches, 2009), un “cajón de sastre” sobre múltiples temas, en la que hace un recorrido muy personal del asunto. Primeramente manifiesta el asombro por lo sucedido: “Descubrí la poesía tardíamente, después de rebasar los cuarenta años. ¡Qué pena! ¡Cuánto tiempo perdido! La poesía es una de mis mayores fuentes de alegría y sabiduría. Como dice [Gaston] Bachelard: “Los poetas nos dan una gran alegría de palabras…”.[25] Podría decirse que tras toda una vida la poesía le llegó demasiado tarde, pero él sentía que no fue así.
Inmediatamente después se dirige al lector o lectora hipotéticos: “Por eso te pregunto: ¿lees poesía? Si no lo haces, trata de hacerlo. Cambia los programas de televisión por la poesía”. Y agrega una serie de observaciones creativas sobre los prejuicios tan extendidos sobre su comprensión: “Si me dices que no entiendes la poesía, aplaudiré: ¡qué bueno! ¡Solamente los tontos creen que la entienden! ¡Solamente los oradores tienen la pretensión de entender la poesía!”. Después, expone con vehemencia lo que entiende como su propósito mediante varios ejemplos y una propuesta concreta: “La poesía no es para eso. Es para ser vista. ¡Lee el poema y trata de ver lo que él pinta! ¿Necesitas entender un lunar? ¿Una nube? ¿Un árbol? ¿El mar? Basta con ver. ¡Ver, sin comprender, es una felicidad! Lee poesía para que tus ojos se abran”. Para Alves, leer un poema es aprender a mirar, es una experiencia iniciática, casi mística. Y en ese punto ofrece sus recomendaciones específicas, algunos de los nombres que resultaron significativos en su caminar como lector de poesía. El orden en que aparecen no es de ninguna manera aleatorio, aunque en esta ocasión sólo mencionó autores/as de habla portuguesa: Cecília Meireles (1901-1964) y Adélia Prado (1935) en primer lugar, autoras cuya obra citó persistentemente. Alberto Caeiro, heterónimo del portugués Fernando Pessoa (1888-1935), con quien se identificó muchísimo por su levedad y tendencias panteístas. Mário Quintana (1906-1994), Lya Luft (1938), Maria Antônia de Oliveira (1964), a quienes leyó en una etapa posterior. Se trata de una lista ya filtrada por los años y enriquecida por largos periodos de lectura en la que le acompañaron muchos amigos de una tertulia semanal en Campinas. “Lee poesía para ver mejor. Lee poesía para estar tranquilo. Lee poesía para embellecerte. Lee poesía para aprender a oír. ¿Has pensado que, tal vez, hablas demasiado?”. Así concluye la crónica, en un tono amable, pero firme, de invitación.
En una memorable ponencia de 1981, Alves se quejó amargamente de la nula presencia protestante en la literatura de su país, algo inexplicable dada la antigüedad de las iglesias históricas y el aceptable nivel cultural que las había caracterizado. Sus palabras fueron puntillosas y duras:
Yo esperaría, por otra parte, que el protestantismo hubiese hecho alguna contribución a la literatura brasileña. Hemos buscado una gran novela… pero en vano […] lo que sucede es que la literatura no puede sobrevivir en medio de esta obsesión didáctica, porque su vocación es estética, contemplativa, y su valor es tanto más grande mientras más grande es su capacidad para producir estructuras paradigmáticas a través de las cuales las figuras y ligámenes ocultos de lo cotidiano son observados. Los literatos protestantes no pueden huir del hechizo de sus hábitos de pensamiento. Sus novelas son sermones travestidos y lecciones de escuela dominical enmascaradas. Al final, la gracia de Dios triunfa siempre, los creyentes son recompensados y la impiedad es castigada. El último capítulo no necesita ser leído.[26]
De ahí que, cuando por fin se transformó su estilo, aproximadamente en 1983, poco después de publicar La teología como juego y Creo en la resurrección del cuerpo, pareció asumir él mismo la tarea de superar su estilo anterior para entrar de lleno en el campo literario. En sus primeros libros, la poesía estaba totalmente ausente y es hasta ¿Qué es la religión? (1981), y sobre todo de Poesía, profecía, magia (1983), que finalmente dio el salto hacia la expresión de estirpe poética de forma definitiva. En ¿Qué es la religión?, Alves cita textos y poemas de Archibald McLeish (Estados Unidos, 1892-1982), Cecilia Meireles y el visionario inglés William Blake (1757-1827).
Del primero, al referirse a quienes construyen cosas mediante palabras, recuerda la siguiente frase: “Un poema debería ser palpable y mudo como un fruto redondo; no debería tener palabras como el vuelo de los pájaros, no debería significar nada sino simplemente… ser”. De Meireles incluye esta cita: “De un lado, la estrella eterna, y del otro la vacante incierta…”, al hablar de la búsqueda del sentido de la vida. Y de Blake son estos versos: “”Ver un mundo en un grano de arena / y un cielo en una flor silvestre,/ asegurar el infinito en la palma de la mano / y la eternidad en una hora”, que retomaría muchas veces (hasta darle título a dos de sus libros), a propósito de “la sensación inefable de eternidad e infinitud, de comunión con algo que nos trasciende, envuelve y contiene, como si fuese un útero materno de dimensiones cósmicas”. En ese libro aún es notoria la timidez con que se refiere a los poetas, quizá porque aún no se sentía del todo seguro al momento de abordarlos.
En 1990 fue invitado por la Universidad de Birmingham, Inglaterra, a dictar las Conferencias Edward Cadbury y aquel pequeño volumen (80 pp.) sería la base de las mismas, con las que daría comienzo, al publicarse ese mismo año bajo el título de The poet, the warrior, the prophet (El poeta, el guerrero, el profeta) a una obra que se transformaría con el paso del tiempo hasta convertirse en Lições de feitiçaria. Meditações sobre a poesia (Lecciones de hechicería. Meditaciones sobre la poesía), en 2003, posterior a la publicación de la versión portuguesa en 1992. Ese libro contiene la quintaesencia de lo que su autor desarrolló en toda su vida sobre las realidades humanas influidas por una perspectiva poética. Estaba a punto de descubrir a T.S. Eliot (1888-1965), el gran poeta anglo-estadounidense, Premio Nobel en 1948, quien lo sacudiría aún más, y a Octavio Paz, quien con las ideas expuestas en El arco y la lira completarían su panorama estético.
Teología y poesía en diálogo desesperado: El poeta, el guerrero, el profeta (1990, 2000)
The poet, the warrior, the prophet es una magnífica mezcla de actitudes ante la vida que, en el caldero escritural de Rubem Alves dieron como resultado un guiso estupendo pues, además, está ilustrado con obras de M.C. Escher. El primer capítulo, una indagación sobre la presencia de la palabra, surge de la contemplación de una araña whitmaniana, deambula por las Variaciones Goldberg, de Bach, se topa con Mallarmé, y aterriza en la necesidad (y práctica) muy humana del arte de desaprender, todo irradiado por la influencia del pesimista poeta T.S. Eliot y su visión de la Palabra oculta por la gritería contemporánea en los “Coros de La Roca” (1934), poema dramático en el que se pone el dedo en la llaga: “El infinito ciclo de las ideas y los actos,/ infinita invención, experimento incesante,/ trae conocimiento del cambio, pero no de la quietud;/ conocimiento del habla, pero no del silencio;/ conocimiento de las palabras e ignorancia del Verbo./ Todo nuestro conocimiento nos acerca a nuestra ignorancia,/ toda nuestra ignorancia nos acerca a la muerte,/ pero la cercanía de la muerte no nos acerca a Dios./ ¿Dónde está la vida que hemos perdido en vivir?/ ¿Dónde está la sabiduría que hemos perdido en conocimiento?/ ¿Dónde está el conocimiento que hemos perdido en información?/ Los ciclos celestiales en veinte siglos/ nos alejan de Dios y nos aproximan al polvo”.
Alves escribe, en el mismo tenor: “[Es fácil distinguir la Palabra de las palabras.[27]] Cuando esta palabra se hace oír el cuerpo entero reverbera y sabemos que el misterio de nuestro Ser nos habló, fuera de su olvido… […] Esta es la esencia de la poesía: volver a la Palabra fundadora, la cual emerge del abismo del silencio”.[28] Y da fe de su encuentro con los nuevos mentores de su mirada: “También amo la oscuridad que habita dentro de los bosques hondos y bellos de la poesía de Robert Frost, y la luz que se fractura a través de las aguas inquietas de los poemas de Eliot, y la penumbra colorida de la catedral gótica, que me hace recordar las entrañas del gran pez dentro del mar: una catedral sumergida”.[29]
El maestro que siempre fue Alves subraya la necesidad, y hasta la urgencia, de olvidar lo que no es significativo para el cuerpo y disponerse aprender aquello que lo es, pues en palabras de San Agustín, el cuerpo sólo quiere gozar, gozar infinitamente. Las palabras son puentes (en lo que concuerda con Octavio Paz) y objetos para alcanzar el gozo que pueden conducir a la poesía. A causa de ellas, formadoras de nuevos mundos, los rituales sagrados se realizan en la transfiguración de la realidad: la Eucaristía (fenómeno antropofágico), el Pentecostés (“La sabiduría emerge de la estulticia”.[30]), y el encuentro con Paz y Cummings es casi obligado, pues ellos como todos los poetas siempre han conocido el poder mágico de las palabras. Desaprender es un paso obligado para alcanzar la sabiduría: “Uno debe renacer, por el poder de la Palabra impredecible, para poder entrar al Reino. Uno debe ser niño otra vez…”.[31]
Su abordaje del silencio es muy iluminador pues, partiendo de un cuento de Gabriel García Márquez (“El ahogado más hermoso del mundo), pues lo califica como la fuente de las palabras, algunas de ellas “criaturas de luz” que habitan “entre los reflejos que brillan en la superficie del lago”. “Otras son entidades misteriosas que viven escondidas en las profundidades marinas o en las sombras de los bosques. […] La mayoría de las veces son escuchadas mas no entendidas —como si hubiesen sido pronunciadas en un idioma extraño. No son muchas. Los poetas y los místicos han llegado a sugerir que son una única Palabra, aquélla que contiene el universo”.[32] Éstas son las palabras que liberan de los lugares comunes, de los rituales vacíos. El psicoanálisis ha sido capaz de escuchar el silencio que vive en el intersticio de las palabras, algo que ya habían hecho los poetas: “La poesía es una inmersión en el lago misterioso, atravesar el espejo, dentro de las profundidades donde las palabras nacen y viven…”.[33] En este punto lo acompaña el también brasileño Carlos Drummond de Andrade: “Penetra sordamente en el reino de las palabras./ Allí están los poemas que esperan ser escritos./ Están paralizados, pero no hay desesperación,/ hay calma y frescura en la superficie intacta./ Llega más cerca y contempla las palabras./ Cada una/ tiene mil caras secretas bajo el rostro neutro/ y te pregunta, sin interés por la respuesta,/ pobre o terrible, que le des:/ ¿Trajiste la llave?” (“En busca de la poesía”).
Ése es el tono general de este libro donde la belleza se desdobla y produce un hechizo estético, diáfano, encaminado a redescubrir el poder mágico de la poesía, mediante el cual las palabras son buenas para comer, como en los relatos bíblicos de Ezequiel y Apocalipsis (el grabado de Durero es imperdible): “Somos lo que comemos…”. La Palabra sustituye a la comida porque su sabor no nos abandona, de ahí su intensa fuerza simbólica: “Los símbolos nacidos de los ojos habitan en la distancia y la separación. Los que nacen de la boca expresan reunión y posesión”.[34] De ahí también la cercanía con el arte culinario, espacio de hechicería y alquimia.
En cuanto a la poesía y la magia, la influencia de la muy protestante película danesa El festín de Babette es determinante: ésa es la puerta de la teopoética, capaz de invadir territorios tan refractarios como la política que vino a dar al traste con un maravilloso logro de la Reforma religiosa del siglo XVI:
La teología protestante nació cuando el poder mágico-poético de la Palabra fue redescubierto y democratizado. Cada individuo debería leer las Escrituras de la misma forma en que se lee un poema, en la soledad, sin voces intermedias de interpretación. Los hermeneutas debían guardar silencio para que la voz del Extraño pudiese ser oída: el testimonio interior del Espíritu Santo. Se creía que las palabras olvidadas escritas en nuestra carne y la Palabra venida del pasado se encontrarían y harían el amor —y así sucedería el milagro. Si, por pura gracia, el Viento soplase y la melodía ausente fuese escuchada, los muertos resucitarían.[35]
Con todo ello, el título antiguo (Poesía, profecía, magia) vino a ser un auténtico programa vital y existencial para Alves, quien jamás se apartaría de estas tres realidades en todo lo que hizo.
Lecciones de hechicería: la puerta abierta a la poesía y la estética
La belleza es infinita;/ ella nunca se satisface con su forma final./ Cada experiencia de belleza es el inicio de un universo./ El mismo tema debe repetirse,/ cada vez de una forma diferente./ Cada repetición es una resurrección,/ un eterno retorno de una experiencia pasada/ que debe permanecer viva./ El mismo poema, la misma música, la misma historia…/ Y, mientras tanto, nunca es la misma cosa./ Pues, en cada repetición, la belleza renace nueva y fresca/ como el agua que brota en la mina.[36]
Tal vez la obra que mejor representa la evolución que experimentó Rubem Alves de la teología a la poesía sea la que se titularía, finalmente, Lições de feitiçaria. Meditações sobre a poesía (Lecciones de hechicería. Meditaciones sobre la poesía, 2000, 2003), pues desde su antecedente más remoto, Poesia, profecía, magia. Meditações (1983) se advirtió la cada vez más cercana aproximación a un lenguaje y un estilo literarios que acabarían por dominar su escritura, otrora sumamente académica y militante, marcada por la teología de la liberación, la cual contribuyó a fundar a fines de los años sesenta. La etapa intermedia está constituida por el volumen que llevó el mismo título en inglés y portugués: The poet, the warrior, the prophet (1990; O poeta, o guerreiro, o profeta, 1992). Fruto de las Conferencias Edward Cadbury que Alves expuso en la Universidad de Birmingham, Inglaterra, en 1990, le sirvieron para dar cauce a la metamorfosis que le significó darse cuenta de que la poesía lo estuvo esperando durante mucho tiempo hasta que dio con él y no lo soltó nunca.
En el lejano y breve volumen de 1983, publicado por el Centro Ecuménico de Documentación (CEDI) era muy tímida la intención de expresarse mediante recursos procedentes de otro registro lingüístico. Aún no se sentía en pleno dominio de ellos: tanteó miradas, ejercitó la pluma, se dejó enseñar por sus nuevos maestros. En esos años, Alves había comenzado a colaborar en Tempo e Presença, dirigida por su amigo Jether Pereira Ramalho, quien con bastante humor previno a los lectores acerca de lo que encontrarían en esas páginas: “A partir de este número, Rubem Alves tendrá una página en nuestra revista para hacer lo que quiera: pintarrajear, jugar o hacer reflexiones preciosas como ésta, pensada mientras preparaba una bacalhoada [guisado de bacalao]. Nuestra única preocupación es que comience a pensar en lugares más reservados, como Lutero, y de ahí pase a tener revelaciones, tesis… Es el riesgo que corremos”.[37]
Alves mismo explicó (en la edición de 2000), el cambio del segundo título original y los aires de provocación del nuevo como parte de un proceso creativo y cognoscitivo ligado inevitablemente a la teología:
Tuve miedo de decir la verdad. Escogí el primer nombre pensando en las sensibilidades estomacales de las personas. […] Imaginé que, si hablaba de hechicería, muchos lectores se sentirían horrorizados y se negarían a probar el platillo que preparé. Eso sucedió en la aldea donde Babette hechizaría a sus invitados con la comida. Ellos acudieron al convite, pero juraron que no sentirían el sabor de la comida.
Sucede que lo que deseo es ser hechicero, pues encuentro que la fe bíblica es una mezcla de hechicería y sabiduría. Sé que los teólogos modernos me maldecirán y dirán que ya enloquecí. Los comprendo. Hace mucho tiempo que no nos entendemos. Yo hablo una cosa y ellos entienden otra. Hago mío el lamento de Zaratustra: “No soy boca para esos oídos”.[38]
La poesía poseyó a Alves y había causado una revolución en su pensamiento y en su teología: nunca volvió a ser el mismo y se arrepintió muchísimo de lo que había escrito con anterioridad, y hasta deseó que los demás se olvidaran de ellos (cosa que no hicimos quienes lo estudiamos). Gracias a Wittgenstein, de quien aprendió que la ciencia es un juego lingüístico, se situó desde hacía mucho tiempo en la ladera desde la cual el lenguaje y las palabras hacen cosas, muchas cosas, algo que tuvo claro desde Hijos del mañana (1972; 1976), pero que no logró desarrollar poéticamente sino 20 años después, con todo y la atracción que le produjeron los personajes de Alicia en el país de las maravillas, de Lewis Carroll. Luego cita y parafrasea a Guimarães Rosa, al aludir a los poderes mágicos de la poesía: “Alquimia, hechicería, magia: el brujo fabrica sus pócimas con la sangre del corazón humano…”.[39] Del bufón con el que se había identificado en La teología como juego (en portugués: Variaciones sobre la vida y la muerte, de 1981), ahora la mejor transfiguración que encontró para sí mismo como teólogo-poeta (y viceversa) fue la del brujo, el mago, el hechicero. En ese prólogo de 2000 trata de distanciarse de la ciencia y la técnica, por su incapacidad para cambiar las cosas, con todo y que también se sirven de las palabras. Su prolongada filiación de apego al cuerpo como centro de la existencia humana vino en su auxilio: “Lo que el cuerpo desea no es saber. El cuerpo busca herramientas que le permitan gozar más y sufrir menos”.[40]
La hechicería es un juego de palabras en el que la teología y la poesía se esconden: Dios mismo es un hechicero pues creó el universo con el poder de su palabra. “El hechicero está en busca del poder de Dios”. Si la mente contemporánea, como la de Alves mismo, se resiste a creer en esto a pie juntillas, hay un lugar, subraya, donde las cosas suceden en ese camino: el cuerpo. “El cuerpo es el centro mágico del universo. El cuerpo es mágico porque está hecho de palabras: ‘…y la Palabra se hizo carne…’. El cuerpo nace de un casamiento entre la carne y las palabras”.[41] El hechicero es quien busca las melodías olvidadas por el cuerpo para hacerlas resonar en él. Por eso dice con firmeza: “Afirmo que esa es la única pregunta que le interesa a la teología: ¿qué palabra (musical) tiene el poder de hacer el amor con la carne? ¿Qué palabra es capaz de resucitar a los muertos?”. Ésa es la razón por la que abandonó la teología como “pretensión de conocer a Dios”, el misterio de Dios: “Dios es un vacío innombrable. No se puede coger el Viento con cedazos de palabras humanas. La ciencia de Dios es una herejía”.[42] Las palabras mismas son un misterio en este laberinto divino-humano: “Hay palabras que crecen a partir de diez mil cosas y otras que crecen a partir de otras palabras. Su número no tiene fin. Pero hay una palabra que brota del silencio, la Palabra que es el comienzo del mundo. Esta palabra no puede ser producida. No nace de nuestras manos ni de nuestros pensamientos. Hemos de esperar en silencio hasta que ella ase haga oír. Adviento… Gracia.[43]
Así es como Alves arribó, por fin, al encuentro con la poesía, descreyendo de los pretensiones “científicas” de la teología: “Los poetas son hechiceros. Ellos saben que solamente la belleza tiene el poder de despertar la belleza que duerme dentro de nuestros cuerpos”.[44] El olvido y el silencio son los verdaderos adversarios. Deben ser superados mediante un rastreo de las profundidades humanas en el que la poesía se sumerge y encuentra. De ahí su recomendación para leerlo a él mismo en una nueva clave, la teopoética:
Este libro son lecciones de hechicería. Estoy en busca de palabras que hagan florecer el Paraíso que el olvido transformó en desierto dentro de nosotros.
La salvación es el retorno de la belleza. Para las personas y para el mundo. […]
Las melodías del cuerpo son sueños.
Me gustaría que la teología fuese eso: las palabras que hacen visibles los sueños y que, cuando sean dichas, transformen el valle de huesos secos en una multitud de niños y niñas.
Ésa es la sugerencia que hago: que la apalabra teología sea sustituida por la palabra teopoesía, es decir, nada de saber, todo de belleza.[45]
- Tercera etapa: de la religión a una nueva expresión teológica
En la década de los años 70, Alves produjo una serie de trabajos críticos sobre el protestantismo y la religión, y en Dogmatismo y tolerancia (1982) intentó recuperar nostálgicamente los valores de la tradición reformada. En Variaciones sobre la vida y la muerte (1981), La teología como juego (1982) y Creo en la resurrección del cuerpo (1982) despliega, por fin, su estilo lúdico, erótico y poético. Desde entonces comenzó a escribir en un estilo libre que denominó crónicas, un tipo de ensayo en el que da rienda suelta a sus ideas teológicas y pedagógicas; también historias infantiles en una vena muy cercana a la indagación psicoanalítica. Padre Nuestro (1987) y El poeta, el guerrero, el profeta (1990) dan testimonio de su madurez literaria y poética. Al mismo tiempo, reunió en otros volúmenes sus reflexiones sobre educación, los cuales fueron seguidos con mucho interés por los estudiosos debido a sus audaces propuestas pedagógicas. Lecciones de hechicería (1998, 2003) y Transparencias de eternidad (2000) reunieron algunos textos de naturaleza teológica escritos desde una perspectiva totalmente anti-dogmática. He aquí algunos ejemplos de ello:
Saudade es una palabra de uso frecuente. Creo que es el fundamento de mi pensamiento poético y religioso. Los traductores experimentados dicen que no hay un sinónimo exacto en otras lenguas. Es un sentimiento cercano a la nostalgia. Pero no es nostalgia. La nostalgia es mera tristeza sin objeto. No tiene rostro. Mientras que saudade es siempre saudade “de” un escenario, una cara, una escena, un momento. El poeta brasileño Chico Buarque escribió una canción sobre ella, en la que afirma que la “saudade es un pedazo arrancado de mí, es para enderezar la habitación del hijo que acaba de morir. Es la presencia de una ausencia. […]
Los místicos y los poetas han sabido que el silencio es nuestro hogar original… Hay una Palabra que solo puede ser escuchada cuando todas las palabras han quedado mudas, una Palabra escatológica que se hace escuchar a sí misma al fin del mundo. Pura gracia, un pájaro no enjaulado, un pájaro salvaje que vuela con el Viento. […]
La poesía es el lenguaje de lo que no es posible decir.[46]
El placer: tema y variaciones
No quiero novedades. No voy a comprar departamentos o terrenos. No quiero viajar por lugares que desconozco. Eliot: “Y al final de nuestras largas exploraciones llegaremos finalmente al lugar de donde partimos y lo conoceremos entonces por primera vez…”. Eso es. Volver a mis orígenes, a las cosas de Minas que tanto amo…, la cocina, los jardines de tréboles, la malva, las granadas y los manacás, las montañas, los riachuelos, las caminatas…[47]
Cuando Rubem Alves cumplió 80 años, varios de sus lectores/as y amigos de diversos países armamos un pequeño homenaje que puede leerse en internet.[48] Algo similar hicimos en otra ocasión, ante la cual Rubem reaccionó con enorme sorpresa al advertir que en muchas iglesias evangélicas latinoamericanas su nombre no es extraño y se le lee con admiración y gran provecho. Ello porque después de su “alejamiento institucional” del protestantismo se suponía que quedaría al margen de cualquier contacto con dichas comunidades. Pero afortunadamente no es así, pues sus seguidores suman legiones en varios espacios y hasta existen varios grupos en las redes sociales que comparten sus textos y sus libros, dejando constancia de la manera en que “el nuevo Alves”, no necesariamente el que fue uno de los pioneros de la llamada “teología de la liberación”, hoy en su faceta de “cronista”, los alimenta con su libérrimo y sumamente creativo estilo literario.
Y es que, en efecto, lejos quedaron los años en que este pensador y sabio escribía de una manera plana o “chata”, como él mismo ha dicho, pues llegó un momento en que decidió abrirse a la literatura y a la poesía en particular, para descubrirse como un autor renovado, dispuesto a hablar de las cosas de la vida con una simplicidad y una belleza que jamás imaginó.
Porque en los años sesenta Rubem Alves soñaba con “hacer la revolución” y a esa utopía dedicó gran parte de sus escritos e ilusiones. En 1974, como parte de un proceso de fuerte introspección que lo llevó incluso al diván del psicoanálisis, pergeñó un texto que lo liberó, para siempre, de todas las cargas ideológicas y morales que lo tuvieron sometido durante tanto tiempo. “Del paraíso al desierto” es el título de esas reflexiones autobiográficas en donde describe la experiencia por la que atravesó y que lo preparó para que casi 10 años después, en 1983, descubriera por fin las bondades del juego, del cuerpo y la belleza, aunque hay que decir que ya desde sus libros iniciales se anunciaba el rumbo que tomaría su reflexión y su vida.
Sin renegar nunca de su tradición protestante, a la que dedicó varios textos memorables reunidos en Dogmatismo y tolerancia (1982; Mensajero, 2007) en los que exploró las luces y sombras de esa herencia, se ha mantenido a distancia de las iglesias, pero sigue haciendo una teología que ya no admite límites ni fronteras, porque se funda en la libertad de la imaginación. Sus palabras son diáfanas: “Soy protestante. Hoy, muy diferente de lo que fui. No hay retornos. Tan diferente que muchos me contestarán, negándome la ciudadanía en el mundo de la Reforma. Algunos me denunciarán como espía o traidor. Otros permitirán mi presencia, pero exigirán mi silencio. Lo cual me hace dudar de mí mismo y sospechar que, quién sabe si yo sea de hecho un apóstata. Sin embargo, por ahí, protestantes de otros lugares me confirman, oyéndome, dándome las manos, el pan y el vino…”.[49] Podría decirse que llevó la teología de la liberación hasta sus últimas consecuencias ahora que se ha convertido en un “distribuidor de felicidad” gracias a la “antropofagia literaria” que practica y que promueve gracias a los sacramentos textuales que reparte por doquier y por los que entre en comunión con millones de personas.
Educador de tiempo completo, con el paso de los años decantó sus observaciones para derivar en una escritura lúdica, cien por ciento dedicada a explorar los intersticios de la vida en todas sus manifestaciones y a salpicar de poesía todo lo que vive y le interesa. Una muestra de ello es su Libro sin fin (2002), en una nueva y preciosa edición con el título Variações sobre o prazer. Santo Agostinho, Nietzsche, Marx y Babette. Este libro es uno de los más representativos porque refleja la libertad que ha alcanzado como escritor y reúne muchos de los temas que obsesivamente ha desarrollado en estos treinta años que también se cumplen de su renacimiento como persona y como fabulador de mundos imaginarios pero ciertos, pues tal como reza la cita de Paul Valéry que no se ha cansado de repetir una y otra vez: “¿Qué sería de nosotros sin la ayuda de las cosas que no existen?”.
En el prefacio explica las razones por las que ha elaborado este libro tan personal, plagado de citas desplegadas en los márgenes y hasta con una bibliografía final que recuerda sus años mozos, cuando ya hacía gala de un arte reflexivo exquisito, provocador y sin concesiones. Alves dice que Variaciones sobre el placer es fruto de la conciencia del fin, de la certeza de que su tiempo se acaba, y de que es necesario y hasta obligatorio plantarse frente al lenguaje y obligarlo a decir “las cosas del alma”, las que siempre han estado ahí y esperan salir. “Sentí, entonces, que no me gustaría que lo que había escrito quedase enterrado. A fin de cuentas, lo que escribo es parte de mí. Pero sabía, al mismo tiempo, que mis esfuerzos para terminar el libro serían inútiles. Jugué, entonces, con la idea de publicar el libro tal como estaba, sin terminar. En eso se parece a la vida. Ella nunca está terminada. Termina siempre sin que hayamos escrito el último capítulo” (p. 13). Y así, este gran maestro en plenitud de facultades que desliza sus ideas en el tiempo y el espacio “abandonó” este ejercicio lúcido y lúdico para dejar constancia de su fidelidad a la escritura que le han enseñado sus poetas y autores de cabecera.
Y así fue que este libro sin fin quedó inconcluso, con todo y que en sus más de 180 páginas brota el aliento de alguien que se pone a cuentas con sus autores favoritos y sus influencias más entrañables, tal como lo anuncia el subtítulo: San Agustín (a pesar de los pesares), Nietzsche (el autor permanente de la mesa de noche, siempre a la mano porque vaya que ese The portable Nietzsche, de Walter Kaufmann lo ha acompañado siempre), Marx (a quien ha leído y releído de una manera sumamente peculiar; para probarlo está ese otro volumen: Qué es la religión, que no envejece con el paso del tiempo) y Babette, la cocinera francesa que le abrió otras ventanas vitales a aquellas mujeres luteranas… Un libro sin el más mínimo desperdicio, un Alves que se sincera con todos y acomete la memoria con variaciones de teología (en primer lugar), filosofía, economía y el arte culinaria, otra de sus grandes aficiones.
Una transustanciación literaria
Las ideas del yo pensante son aves enjauladas – pertenecen a lo que el yo hace con ellas lo que desea. Las ideas que viven en el cuerpo son aves salvajes – sólo vienen cuando ellas desean. Tienen voluntad e ideas propias.[50]
Desde que allá por 1981 (hace más de 30 años) Rubem Alves decidió cambiar para siempre su estilo de escritura e indagar en los asuntos de la vida de una manera distinta a la teología que aprendió y que desarrolló tan bien (hay que decirlo), ha ido decantando su estilo y se ha renovado continuamente gracias a una inmersión infatigable en sus abismos personales y en todo lo que le rodea.
Una persona contribuyó a que esa transformación se realizara de modo más formal: su amigo Jether Pereira Ramalho lo invitó, ese mismo año, a escribir textos libres para la revista ecuménica Tempo e Presença. El primer artículo publicado allí sería el punto de partida que se concretaría en Dogmatismo y tolerancia, luego del feroz ajuste de cuentas con la Iglesia Presbiteriana de Brasil que fue Protestantismo y represión (1979; nuevo título: Religión y represión, 2005).[51] Ya lejos de cualquier venganza o resentimiento, Alves se transfiguró en un escritor que poco a poco lograría una prosa impactante y concisa, personal y entrañable, al mismo tiempo. Ese oficio lo llevó a incorporarse a la Academia Campinense de Letras, mismo destino de su colega Gustavo Gutiérrez (el fundador católico de la teología latinoamericana de la liberación), miembro, a su vez, de la Academia Peruana de la Lengua.
Pocos años después, él mismo dio fe de su transformación, aunque todavía sin la claridad y la certeza que le permitirían alcanzar sus lecturas de autores como William Blake, T.S. Eliot, Fernando Pessoa, Ludwig Wittgenstein, Cecilia Meireles, Gaston Bachelard, Octavio Paz o Adélia Prado, por citar sólo a algunos. Los años noventa fueron el escenario del nuevo despliegue narrativo y reflexivo del siempre teólogo (a su pesar) que ahora se movía como pez en el agua, ya libre de las amarras doctrinales que atenazaron en otro tiempo su creatividad. El libro sin fin, renombrado ahora como Variaciones sobre el placer es una puerta de acceso a su “taller íntimo de producción escritural” porque exhibe sin pudor ni arrepentimiento la manera en que las ideas que brotan de su cuerpo lo poseen a través de una inspiración nada etérea, sensible, pero que se queda sin explicación necesariamente lógica.
Luego de explicar, de modo divagado, lo sucedido en su interior y en su experiencia cuando le surgió el deseo de escribir este volumen, Alves mezcla, en su nuevo método de pesquisa, todos los elementos que le sirvieron para avanzar en la escritura. Así, se juntan en una misma página Tales de Mileto y Nietzsche, quienes junto a otros autores bombardean al lector/a desde los márgenes para acicatear su imaginación con múltiples rumbos de interacción y búsqueda. El primer capítulo, una amplia digresión, proscrita en los textos académicos, lo muestra de cuerpo entero: “Los textos de saber prohíben que los autores se entreguen a confesiones sobre los caminos o descaminos de sus pensamientos antes de alcanzar su destino de conocimiento. Lo que se exige de un texto de saber es que el autor haga una asepsia rigurosa en sus materiales. Todo aquello que no hable al respecto del camino en línea recta, que lleve del problema inicial a una conclusión, debe irse a la basura”.[52]
Con ese trasfondo, Alves acomete la transustanciación literaria de todo lo que ha fagocitado por ser un antropófago consuetudinario que, en una labor casi religiosa, convierte en nuevo sacramento lo que brota de su pluma. A eso se refiere el segundo y breve capítulo, “Hoc est corpus meum”, esto es, las palabras sacramentales de Jesús de Nazaret. El autor ahora escribe con su sangre y su persona misma, y cada texto lo retrata en la mirada del lector: “Las cosas que digo, igual que las telas de Arcimboldi y la escritura de Borges, trazan las líneas de mi rostro”.[53] El arte, queda bien claro, “busca la comunión”. Su carne y su sangre nos son entregados en un acto estético-litúrgico que actualiza la vida de quien proceden los textos. Cada lectura es un acto de degustación. Y nuevamente acontece el “ritual antropofágico”, dicho todo esto en un lenguaje que viene del Manifiesto antropófágo, de Oswald de Andrade, del ya muy lejano 1928, en los años del surgimiento de la vanguardia poética brasileña…
Los capítulos que siguen, con el título cambiado, “Las metamorfosis de la vejez” (“Después de viejo me volví niño”, era el anterior), “El olvido: Barthes” (“Me olvidé de lo sabido para recordar lo olvidado”, el mismo caso), abundan en la reinterpretación, con las nuevas herramientas, de los caminos recorridos. En “De los saberes a los sabores” y “Los saberes del cuerpo” reinventa la aprehensión del mundo, ahora de una manera gastronómica y extremadamente sensorial, pero sin reducir la experiencia sólo al sentido del gusto. Por eso el capítulo siguiente se llama: “El cuerpo: él sabe sin saber” (antes: “Por una pedagogía de la inconciencia”). Nuevamente, como antaño (en Hijos del mañana y El enigma de la religión) analiza la función del lenguaje, pero desde fuentes muy diferentes a las de su amigo Paulo Freire. La educación le ha faltado siempre el respeto al cuerpo, a sus deseos de aprender únicamente lo que le sirve y le gusta. Por eso ha fallado la ciencia en imponerse: después de todo, los libros de ciencia son libros “de recetas”.
Ése es el origen de “Variaciones sobre el placer” (“La razón, sierva del placer”), donde relee al obispo de Hipona, y no se engaña: “La experiencia del placer, tan buena, siempre nos coloca delante de un vacío [la “puerta de la mística”, agregaría yo]. La teología de San Agustín se construyó sobre ese vacío que sigue al placer. (No olvida el poema de Heládio Brito sobre los caquis, fruta gostosa…) Después de agotado el placer, existe, en el alma, la nostalgia por algo indefinible”.[54]
El placer no es lo mismo que la alegría. De ahí que sus “variaciones” sigan el mismo rumbo: San Agustín en teología; Nietzsche, la filosofía; Marx, la economía; y, para cerrar, Babette, la cocinera, acompañada de Tita, la de Como agua para chocolate. Esa variación es la definitiva, en donde todo se redefine de manera casi total: su acercamiento al saber de la cocinera es enfático. “El banquete se inicia con una decisión de amor”. Los sabores que ellas dominan controlan al mundo porque, a diferencia de un nutriólogo, amo y señor de las cantidades y las calorías: “La cabeza de la cocinera funciona al revés. No considera vitaminas, carbohidratos y proteínas. Su imaginación está llena de sabores. Sueña con los efectos que los sabores producirán en el cuerpo de quien coma. No quiere matar el hambre. Lo que ella desea es hacer el amor con quien come a través de los sabores. Cuando el hambre se satisface, el festival de amo llega a su fin. […] Me gustaría que el texto evangélico fuese otro: ‘Bienaventurados los hambrientos porque ellos tendrán más hambre’. ¡La cocinera desea que su invitado muera de placer!”. [55]
La pasión de Alves por la cocina fue estimulada de manera monumental por la película danesa El festín de Babette (1987), al grado de que, cuando emprendió la aventura de abrir su propio restaurante, no otro fue el nombre del mismo. En otro momento, se explayó sobre el film con palabras que siguen resonando por su perspicacia y empatía:
Cocinar es hechicería, alquimia. Y comer es ser hechizado. Eso lo sabía Babette, artista que conocía los secretos de producir alegría mediante la comida. Ella sabía que, después de comer, las personas no siguen siendo las mismas. Cosas mágicas acontecen. De eso desconfiaban los endurecidos moradores de aquella aldea, que tenían miedo de comer del banquete que Babette les preparó. Creían que era una bruja y que el banquete era un ritual de hechicería. Y tenían razón. Que era hechicería, eso mismo. Sólo que no del tipo que imaginaban. Creían que Babette haría que sus almas se perdieran. No irían al cielo. De hecho, la hechicería aconteció: sopa de tortuga, callos al sarcófago, vinos maravillosos, el placer ablandando los sentimientos y pensamientos, las durezas y las arrugas del cuerpo siendo alisadas por el paladar, las máscaras cayendo, los rostros endurecidos haciéndose bonitos por la risa, in vino veritas…[56]
Para él, esa es ahora la gran metáfora de la vida, el saber y el placer: la cocina, porque los ojos de la cocinera “son iguales a los ojos de un poeta”.[57] La poesía es culinaria, la culinaria es filosofía, dice a continuación. “La poesía son palabras buenas para comer. El poeta es un hechicero alquimista que cocina el mundo en sus versos: en un simple verso cabe un universo”.[58] Placer, sabiduría, poesía y cocina: espacios para degustar la existencia y el tiempo. Ése era ya el nuevo Alves, siempre teólogo y poeta.
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